La teoría primal

febrero 05, 2018



La teoría primal es, simultáneamente, una teoría psicológica evolutiva que destaca la influencia de la forma que asumen las interacciones tempranas entre los padres y sus hijos sobre la estructuración de la personalidad del individuo, y una teoría de los procesos dinámicos que están involucrados en la génesis de la neurosis. Por ahora, pensaremos en la neurosis, siguiendo a Arthur Janov (1970) y Fritz Perls (1973), como patología de la sensibilidad y la afectividad y trastorno del crecimiento, condiciones que consideraremos cuasi-universales, aún cuando sea posible distinguir diferencias de grado entre las personas. Con fines didácticos, dividiremos la teoría primal en seis etapas definidas de la secuencia que sigue el crecimiento humano y las describiremos, parte por parte, con todas las propiedades y los sucesos que las caracterizan.

 La realidad básica que enfrenta cada ser humano, desde el primer instante de su concepción hasta el último día de su vida, es el hecho de que presenta una serie de necesidades que demandan ser satisfechas. Podemos llamar a las más elementales y profundas de ellas, necesidades primales (Janov, 1970), y distinguir dentro de éstas entre aquellas que resultan de las funciones corporales que el feto y el niño aún no pueden controlar por sí mismos y un conjunto de necesidades psicoemocionales que están al servicio del desarrollo del yo (Winnicott, 1960a; Kohut, 1977; Miller, cit. en Bradshaw, 1990a; Bradshaw, 1990a).

Ambos tipos de necesidades, cuyas manifestaciones iniciales comienzan in utero, son disposiciones innatas que deben ser tomadas en cuenta a la hora de permitir que el crecimiento adopte un curso favorable. Hay cierto acuerdo respecto de que los requerimientos físicos y fisiológicos primordiales del niño incluyen, como mínimo, cuidado, alimento, calor, abrigo y el mantenerse seco (Janov, 1970; Covitz, 1990; Bradshaw, 1990a; Hoffman, 1991). En torno a las necesidades psicológicas y emocionales nos encontramos con menos consenso, pero esto quizás pueda ser interpretado como una mera diferencia del lenguaje empleado para describir fenómenos similares. Las aportaciones más psicoanalíticas subrayan el sostén (es decir, un ambiente facilitador capaz de entender y apoyar el proceso de individuación), la resonancia empática y el reflejo emocional, concluyendo que la necesidad psíquica fundamental es la de ser (Winnicott, 1960b, 1963; Balint, 1968; Guntrip, 1971; Kohut, 1977).
Desde otras orientaciones teóricas se toman además en consideración los siguientes aspectos: bienvenida al mundo; vínculo, contacto y estimulación; crecer al propio ritmo; ser visto, considerado, admirado, valorado y tomado en serio por lo que se es, en todo momento; saber que importamos y que podemos contar con el amor incondicional de nuestros padres; saber que ellos son capaces de cuidarnos y que no seremos abandonados; atención, aprobación, afecto y caricias; comprensión, aceptación y respeto; protección, seguridad, juego y diversión; experimentar, mirar, tocar y explorar; comunicación, dirección e inspiración; y, por supuesto, paciencia, cariño y amor (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Covitz, 1990; Krishnananda, 1998, 1999).

Ha habido dos tentativas de jerarquizar esta multiplicidad de necesidades. Una de ellas ha adaptado la conocida jerarquía de las necesidades humanas de Abraham Maslow (Whitfield, 1987), y la otra utiliza para sus propósitos el modelo de las etapas del desarrollo psicosocial de Erik Erikson (Bradshaw, 1990a). Desde el punto de vista práctico, como aún veremos, estas aproximaciones pueden resultar muy útiles. (2) El niño emerge desde y hacia un mundo cuya estructura intrínseca es relacional, un espacio en el cual siempre depende de un otro para poder sobrevivir. Dicho de otra forma, su supervivencia física depende de que sus cuidadores primarios satisfagan sus requerimientos fisiológicos y corporales, y su supervivencia psicológica está sujeta a la satisfacción de sus necesidades  psicoemocionales. 
Los estudios del analista Renè Spitz (1965) han demostrado que un lactante, deprivado de una relación cercana e íntima en una etapa muy precoz de su vida, puede efectivamente morir. Cuando pequeños somos, por naturaleza, vulnerables, indefensos y dependientes. En algún momento, el medio ambiente que nos sostiene, representado en un principio por nuestra madre, frustrará, al menos hasta cierto grado, la satisfacción óptima de una o varias de nuestras necesidades primales. Este hecho puede ser comprendido como consecuencia de alguna o varias de las siguientes tres circunstancias: en primer lugar, existe la posibilidad de que el infante manifieste necesidades biopsicológicas constitucionales excesivas (Balint, 1968), situación que hace imposible evitar la frustración. En segundo lugar, también es posible que los figuras parentales actúan como lo hacen porque no se les ha enseñado a ser buenos padres (Covitz, 1990). En tercer lugar, y la evidencia clínica apoya más bien esta última explicación, es probable que quienes están a cargo del niño no crecieran en condiciones ideales, exhiban ellos mismos necesidades infantiles insatisfechas y las proyecten en el niño, junto a sus fantasías y deseos relacionados, de modo inconsciente (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Emerson, 1996; Firman & Gila, 1997).
Debido a esta proyección, los padres están centrados en sus propias insuficiencias y, en este sentido, son incapaces de reconocer las necesidades de sus hijos, o bien no les parece prioritario actuar de acuerdo a ellas. Buscan inconscientemente lo que no obtuvieron en su infancia y así nos valoran por lo que podemos hacer para llenar sus propias carencias y no por lo que somos, constituyendo al interior del vínculo lo que se ha llamado falla empática o falla ambiental (Kohut, 1977; Winnicott, 1988).
 El niño, que cuenta con una asombrosa capacidad para captar y responder de manera intuitiva a las necesidades de sus progenitores, reconoce pronto que la relación que ha establecido con sus figuras paternas es condicional y que debe emplear todos los recursos que tiene a su disposición para suplir las insuficiencias infantiles de éstos con el fin de asegurar su propia supervivencia, sobre todo en el plano psicológico (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a).
Cuando es capaz de gratificarlos, ve satisfechas, aunque a menudo de forma incompleta, sus necesidades primales. Charles Whitfield (1987) resume algunos de los escenarios familiares comunes que facilitan la ocurrencia de conductas negligentes respecto de los requerimientos de los niños: alcoholismo o dependencia química de algún miembro de la familia; enfermedad mental o física crónica de algún miembro de la familia; codependencia; violencia intrafamiliar y abuso verbal, físico, sexual, emocional, etc.; otros tipos de disfunción familiar; negación de la realidad y los sentimientos; y, por último, rigidez extrema, límites poco claros y tendencia al enjuiciamiento. Todos estos ambientes se definen, en términos generales, por la arbitrariedad y la incoherencia. Otro tanto han hecho Renè Spitz (1965) y el psiquiatra Thomas Verny (Verny & Kelly, 1981) al describir algunas de las actitudes y sentimientos de la madre hacia su embarazo y su bebé que perturban su capacidad para establecer una relación saludable con éste. Insisten en que los afectos crónicos, conscientes o inconscientes, de ambivalencia, rechazo, ansiedad o rabia acerca de su maternidad, como también oscilaciones rápidas de la madre entre mimos y hostilidad agresiva, cambios cíclicos en su ánimo o conductas frecuentes de sobreprotección, son fuentes constantes de frustración de las necesidades primales de sus hijos. (3)
En cuanto alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha durante algún tiempo, éste experimenta un estado de deprivación que, en caso de prolongarse más allá de ciertos límites, le genera gran sufrimiento y dolor emocional. Estas experiencias se hallan ligadas, de manera íntima y profunda, a sentimientos de miedo, pánico y terror que provienen de la amenaza de no sobrevivir en el sentido físico y/o psíquico. Especialmente en torno a la más fundamental de nuestras necesidades primarias, existir, requerimos de respuestas empáticas continuas por parte de nuestros cuidadores para mantener la continuidad de nuestro ser y la cohesión de nuestra sensación naciente de identidad personal (Winnicott, 1962; Kohut, 1977; Firman & Gila, 1997). Construimos nuestra sensación subjetiva de ser alguien inicialmente a partir de lo que nos es “espejeado” [mirrored] en la primera relación que nos envuelve. Pero, en vez de ver reflejada nuestra individualidad y unicidad en ese vínculo, las expectativas y las deficiencias tempranas de nuestros padres producen en ella fallas empáticas que llevan a que se nos refleje una imagen de cómo deberíamos ser, con la cual nos identificamos (Firman & Gila, 1997; Svarup & Premartha, 1999). Es posible que comencemos a experimentarnos más como objetos que como personas por derecho propio. Las vivencias infantiles que hemos mencionado constituyen las violaciones más tempranas a nuestra integridad y vulnerabilidad, y dan lugar a lo que se ha llamado indistintamente trauma emocional (Winnicott, cit. en Guntrip, 1971), herida narcisista del self (Kohut, 1977), herida del yo infantil (Abrams, 1990) y herida primal (Firman & Gila, 1997), condiciones que pueden resultar de situaciones traumatizantes abiertas (violencia, abuso, etc.) o encubiertas (depresión de una figura paterna, baja responsividad hacia el hijo, etc.).

La herida primal es una especie de “hoyo energético” interno que, desde el primer momento de su existencia, reclama de modo implacable ser saciado, y en su núcleo abismal nos encontramos con sensaciones intolerables de total aislamiento. En sentido estricto, los eventos dolorosos no son traumáticos en sí mismos, sino que se convierten en tales debido a la incapacidad de nuestros cuidadores para reflejarnos la intensa vivencia de dolor emocional que deriva de un estado de deprivación.

Siguiendo este razonamiento, los terapeutas Susanne Short (1989) y John Bradshaw (1990b) sostienen que precisamos que nuestro sufrimiento sea expresado y validado más que evitado a toda costa. Para el psicoanalista Heinz Kohut (1977), el paso por experiencias de frustración óptima, adecuadas a la edad y no disruptivas, es decir, experiencias cuyos componentes afectivos de miedo y dolor emocional son reflejados, es condición indispensable para que la estructura de la personalidad cristalice. En resumen, el trauma es configurado por aquello que el niño no puede experimentar de manera consciente, pero que aún así es registrado en un nivel orgánico e incluso celular (Janov, 1970, 2000; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996).

 El psiquiatra Thomas Trobe, alias Krishnananda (1998, 1999), ha efectuado una distinción entre tres tipos de insultos psíquicos profundos, que pueden ser entendidos como experiencias reactivas secundarias al trauma original de la herida narcisista. En primer lugar, se refiere al abandono y el vacío como vivencias tempranas de colapso ante situaciones externas con un potencial traumático, que probablemente se produjeron durante el primer año de vida. En segundo lugar, señala al shock, condición en la cual reaccionamos, con el fin de protegernos, a sucesos difíciles congelándonos y así perdiendo la posibilidad de comunicarnos, hablar, pensar y, sobre todo, de sentir. Esta reacción se ve acompañada de síntomas físicos como pulso acelerado, sudor, parálisis, pecho apretado y dificultades para respirar, de una sensación de confusión y de un sentimiento de pánico o amenaza inminente. El shock es una respuesta del organismo que éste utiliza en un nivel preverbal y precognitivo del desarrollo y que afecta a la fisiología del cuerpo. En cambio, el efecto de la vergüenza o vergüenza tóxica, la tercera reacción del niño a circunstancias traumatizantes, recae más bien sobre la configuración de sus estructuras mentales y es, en ese sentido, posterior al shock en términos biográficos. La sensación de vergüenza, que en lo más íntimo equivale a la sensación de ser, en esencia, defectuoso e imperfecto, proviene de la internalización de un mensaje implícito en muchas de las interacciones con nuestros padres: no estamos bien tal como somos, existen en nosotros aspectos que no son aceptables (Whitfield, 1987; Krishnananda, 1998).

Algunas de las expresiones vitales espontáneas del niño fueron rechazadas e invalidadas, porque al resonar con las vivencias infantiles traumáticas de sus cuidadores, éstos se vieron en la necesidad de cambiar la experiencia de sus hijos para no entrar en contacto con sus propios miedos y dolores ocultos. Estas acciones nos desconectan de nuestra autenticidad y nos hacen desconfiar de lo que acontece en nuestro interior, dando lugar a creencias negativas sobre nosotros mismos y a sentimientos de humillación, inadecuación e inseguridad. A diferencia de la culpa, sensación que depende de algo que se ha hecho, la vergüenza se relaciona con lo que uno es, por lo que no es accesible la reparación.

De acuerdo a Krishnananda (1998), todos hemos sufrido estas heridas hasta cierto grado. Arthur Janov ha clasificado los traumas primales en relación a las diferentes etapas del desarrollo del sistema nervioso central, basándose en el trabajo de los neurofisiólogos y neuroanatomistas Wilder Penfield, Ronald Melzack y Paul McLean (Janov, 1970, 2000; Weiner, 1975; Khamsi, 1981; Beaulieu, 1986/1988; Rowan, 1988).
La tesis básica consiste en la idea de que la mente y el cerebro se desarrollan paralelamente en tres fases distintas que se caracterizan por cierto tipo de memoria (los recuerdos son almacenados en diferentes estructuras cerebrales), determinada cualidad experiencial y estrategias defensivas específicas para manejar eventos traumáticos, constituyendo lo que Janov llama las tres líneas o niveles de consciencia. La primera línea de consciencia, que se encuentra en funcionamiento ya antes del nacimiento y antes de que las emociones se diferencien, está vinculada a la porción interna del cerebro y sus funciones son las gástricas, las respiratorias, las de evacuación, la línea media anatómica y el equilibrio hormonal. El sistema de memoria es “visceral”, los recuerdos son retenidos en el cuerpo y se centran en las sensaciones. Esta consciencia altamente instintiva está implicada en el manejo de todas las experiencias que el niño atraviesa hasta alrededor de los seis meses después del nacimiento y los llamados traumas de primera línea (sucesos traumáticos que el organismo enfrenta en ese período). El segundo nivel de consciencia se encuentra ligado al sistema límbico del cerebro y, con ello, a las emociones. Comienza a funcionar algunos meses después del nacimiento y alcanza su plena maduración cuando tenemos alrededor de dos y tres años de edad. Recuerda en imágenes o escenas y registra, por lo general, situaciones preverbales, precognitivas e insertas en relaciones diádicas entre el niño y su figura principal de apego, como también los traumas de segunda línea. La última línea de consciencia se correlaciona con el sistema cerebral cortical y tiene a cargo las funciones mentales superiores. A partir de los dos años de edad, se encuentra ya involucrada en determinar nuestra realidad, pero sólo varios años más tarde su relevancia se convierte en central. La memoria es verbal-mental y se enfrenta, en un inicio, a acontecimientos que transcurren en relaciones triádicas y traumas de tercera línea. Este nivel intelectual integra las dos otras líneas y confiere significado a sentimientos y sensaciones. Mientras aún no monopoliza el dominio sobre el organismo, los otros dos niveles deben asumir la responsabilidad sobre la supervivencia de la persona. Un último asunto que me gustaría aclarar en esta sección se vincula con las fuentes originarias más profundas de la herida primal.
Algunos autores han hecho mención del trauma del nacimiento como antecedente prototípico de la herida primal (Rank, 1924; Greenacre, 1953; Orr, cit. en Khamsi, 1987; Abrams, 1990; Graber, cit. en Janus, 1991; Leuner, cit. en Janus, 1991; Krishnananda, 1998), a menudo ignorando el período prenatal de la vida del ser humano o bien idealizándolo como estado celestial exento de momentos dificultosos, en el cual el feto está inserto en un medio que satisface sus necesidades de modo automático e inmediato. Otros han incluido la etapa prenatal uterina como posible momento de traumatización primordial (Fodor, 1949; Rascovsky, 1960; Janov, 1970, 2000; Verny & Kelly, 1981; Grof, 1985, 2000; Frantz, 1985; Farrant, 1987; Buchheimer, 1987; Winnicott, 1988; Rowan, 1988, 1996; Lake, cit. en Rowan, 1988, 1996; Janus, 1991; Kafkalides, cit. en Janus, 1991; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996; Laing, cit. en Rowan, 1996; Mott, cit en Rowan, 1996; Solter, 1996), lo que se ve reflejado particularmente en los conceptos análogos de útero malo en el trabajo de Stan Grof y de seno materno repudiante en la obra de Kafkalides.
Los psicoterapeutas primales William Swartley y Graham Farrant han desplazado el punto de inicio de la traumatización aún más y han llegado a desglosar los traumas más frecuentes de la vida, por así decirlo, preuterina, considerando que éstos pueden tener lugar durante la fase embriológica del desarrollo, la implantación, el descenso del óvulo fertilizado por las trompas de Falopio, la concepción e incluso durante las experiencias todavía separadas del espermio y el óvulo (Swartley, 1978; Swartley, cit. en Rowan, 1988; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996). En la mayoría de los autores que señalan el período prenatal como fuente básica de la herida primal, nos encontramos además con la noción de que las experiencias traumáticas durante la etapa prenatal predisponen al niño a enfrentar un nacimiento problemático, siendo el trauma del nacimiento ya un acontecimiento secundario, pero no por eso menos significativo. Desde un punto de vista transpersonal, es dado hablar de orígenes profundos aún anteriores de la herida primal, como el llamado trauma de la encarnación, es decir, la dolorosa experiencia del alma al separarse de la unidad de la Existencia para encarnar o nacer (Grof, 1993; Farrant y Larimore, 1996; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998), y también ciertas vivencias que parecen pertenecer a vidas pasadas y determinar aspectos de nuestra vida actual (Grof, 1985, 2000). (4)

Cuando después de un tiempo alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha, el dolor, el miedo y la angustia que resultan del estado de deprivación se vuelven intolerables para su frágil psique porque el entorno no es capaz de reflejar su estado afectivo y responderle empáticamente. La única solución de que disponemos en tal circunstancia, es reaccionar, haciendo uso de los precarios recursos que tenemos entonces a nuestro alcance, con el fin de asegurar nuestra supervivencia física y psicológica. Manejamos el sufrimiento interrumpiendo la necesidad insatisfecha que lo genera (Janov, 1970), acción que equivale a interrumpir la continuidad de nuestro ser (Winnicott, 1960b). Esta interrupción consiste en una especie de desconexión de parte de lo que el niño está experimentando internamente, lo que consigue al escindir su propia experiencia y desterrar de su consciencia la necesidad que he permanecido insatisfecha y todas las sensaciones y los sentimientos que están asociados a ella (Janov, 1970; Fairbairn, cit. en Guntrip, 1971; Kernberg, 1977; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997).

Este proceso opera, de manera simultánea, en dos niveles. En el nivel psicológico, hacemos uso de los mecanismos intrapsíquicos de escisión y represión, y en el plano físico, comenzamos a contraer la musculatura en determinadas áreas de nuestro cuerpo, restringiendo la profundidad de nuestra respiración y bloqueando así la posibilidad de expresión de nuestra energía emocional (Janov, 1970; Lowen, 1975). Toda esta compleja maniobra cumple con dos funciones paralelas: por un lado, es un mecanismo defensivo psicobiológico contra una realidad subjetiva catastrófica formada por el dolor emocional y el miedo y, por otro lado, hace posible que preservemos un vínculo positivo con nuestras figuras de apego.
Esta segunda función es de gran importancia, ya que el niño debe negar la idea de que sus figuras paternas nunca podrán satisfacer algunas de sus necesidades, con independencia de lo que él mismo pueda llegar a hacer. Se ve obligado a reprimir esta comprensión, debido a que representa aún más dolor y sufrimiento. De este modo, hace más tolerable su ambiente circundante idealizando a sus cuidadores y cargando con la culpa de la frustración de sus necesidades (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Es aquí donde comienza lo que Janov ha denominado la lucha neurótica, que consiste en la tentativa inconsciente y continuada de agradar a los padres y otras figuras de autoridad con el objetivo de finalmente ver satisfechas nuestras necesidades. La lucha neurótica, por medio de la idealización de nuestros padres y la defensa o justificación de su comportamiento, nos permite alejarnos de nuestro dolor, aferrarnos a la idea de que somos amados sin la imposición de condiciones y seguir conectados a la ilusión de que actuando como actuamos, en algún momento conseguiremos aquello que nos hace falta (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Hoffman, 1991; Krishnananda, 1998, 1999).
Al mismo tiempo, empezamos a representar y cumplir con los roles que de nosotros se esperan, aún cuando estén en desacuerdo con nuestra realidad más íntima. Los procesos de escisión y represión que hemos descrito marcan el principio del proceso neurótico, que poco a poco se irá transformando en una estructura neurótica más estable de la personalidad. En pos de la supervivencia, aprendemos a desconfiar de nuestros propios sentimientos, que existen para descargar la tensión que acumula el organismo y para indicarnos la presencia de alguna necesidad (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Solter, 1996; Krishnananda, 1998).

Con el tiempo, perdemos la habilidad para reconocerlos y expresarlos, lo que nos lleva a desconectarnos de nuestra verdad interna y a contener cada vez más tensión. Comenzamos inhibiendo sólo aquellas de nuestras emociones que ponen en riesgo la satisfacción de nuestras necesidades por parte de nuestros padres, como el dolor o la rabia, pero a la larga bloqueamos de manera inevitable nuestra capacidad general de excitación emocional y, con ella, al menos en parte, todos nuestros afectos (Janov, 1970; Broder, 1976; Bradshaw, 1990a). Las necesidades insatisfechas y los afectos inexpresados, aún cuando sean reprimidos, no desaparecen nunca por completo ni dejan de influir sobre nuestra conducta. Más bien, comenzamos a buscar, sin percatarnos de ello, gratificaciones simbólicas sustitutorias para nuestras carencias. Esta dinámica se autoperpetúa en el tiempo porque estas satisfacciones simbólicas responden a necesidades neuróticas de reemplazo y no a nuestras necesidades reales, con las cuales perdemos el contacto casi por completo. (5) El proceso neurótico, que está constituido por los sucesos que hemos especificado en lo que precede, paso a paso se cronifica y, de esta forma, lo que alguna vez fueron reacciones circunscritas a situaciones reales se automatizan, transformándose en estructuras intrapsíquicas que determinan gran parte del comportamiento subsiguiente del niño. Según Janov (1970), existe una llamada escena primal, un cierto evento delimitado que puede parecer de poca significación y no traumático en sí pero que, sin embargo, desplaza el equilibrio interno de la persona desde su naturalidad hacia el funcionamiento neurótico de modo permanente. Por lo común, esta escena primal es un punto de cristalización que simboliza y representa una larga cadena de situaciones traumáticas anteriores o bien el contacto constante con las personalidades heridas de nuestros cuidadores (Janov, 1970; Rowan, 1996; Firman & Gila, 1997). Suele producirse entre los cinco y los siete años de edad, cuando aprendemos a generalizar a partir de sucesos concretos y a dar sentido a lo que nos ocurre y, debido a esta razón, conlleva la penosa pero difusa sentencia “No soy querido por lo que soy y no hay esperanzas de que alguna vez lo seré”. Esta dolorosa conclusión hace inevitable la represión de la escena primal, manteniéndose el evento desconectado de la experiencia del niño y sin experimentarse totalmente. En este instante, el desarrollo vital se estanca o se ve distorsionado, lo que se traduce en que la autenticidad del individuo en crecimiento es desplazada, permaneciendo latente y sin realizarse (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Miller, 1979/1994). Es en este momento cuando emerge en nuestra psique lo que diferentes autores han calificado de falso self (Winnicott, 1959/1964, 1960a; Masterson, 1988; Rowan, 1996), self protector (Winnicott, 1960a), falso yo (Laing, 1960; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987), yo irreal (Janov, 1970; Broder, 1976), segunda naturaleza (Lowen, 1975), personalidad como-si (Miller, 1979/1994), yo codependiente (Whitfield, 1987) y capa de protección (Krishnananda, 1998).
Con ello, se instaura un doble sistema del yo en nuestra personalidad, ya que en contraposición al sistema del falso self se establece simultáneamente un self verdadero o yo real. Cuanto mayores hayan sido las “agresiones” de nuestros padres hacia nosotros, tanto mayor será el abismo entre yo real e irreal. El self verdadero surge, en un comienzo, de los tejidos y las funciones del cuerpo, está conformado por nuestras necesidades y nuestros sentimientos reales y reúne los detalles de la experiencia de estar vivo (Winnicott, 1960a; Janov, 1970).
Sabe utilizar las energías psicosomáticas del organismo para la autoexpresión y la autorrealización en las relaciones interpersonales que lo envuelven. Puede integrar los múltiples aspectos de nuestra vida formando una unidad y cuenta con las siguientes capacidades: experimentar una amplia gama de sentimientos de manera profunda; desarrollar contactos interpersonales íntimos; enfrentar los desafíos de la vida con creatividad y espontaneidad; estar solo; ser honesto y vulnerable; ser capaz de entregarse y de confiar; permitir la existencia de una sensación continua de identidad y ser capaz de crecer (Whitfield, 1987; Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a). Como hemos mencionado, el yo real, por lo común, no se puede diferenciar de modo adecuado porque no puede ser vivido y así, nuestro acceso a él tiende a ser limitado. Varios autores han advertido el peligro de atribuirle, por medio de la proyección y la idealización, a un supuesto niño pretraumatizado las capacidades del self verdadero, dado que algunos de ellos consideran que éste, en realidad, habita un mundo de lo inmediato, depende de los valores y significados de otros, es egocéntrico y vive en un universo de fantasía estructurado en base a creencias mágicas (Loudon, 1979; Stein, 1987; Bradshaw, 1990a).

Tomando en cuenta estas importantes consideraciones, me parece factible asumir la postura de que el niño, desde el principio, cuenta con el potencial para desarrollar un self verdadero y convertirse en una persona entera. Para que este potencial innato se realice en plenitud, el individuo necesita de un ambiente facilitador que permita que esto ocurra, ambiente ideal del cual, la mayoría de las veces, no disponemos en nuestra infancia.
 El falso self es un sistema biopsicológico sobreimpuesto que cumple con la función capital de proteger la vulnerabilidad del self real ante las fallas empáticas que se producen en la relación del niño con sus figuras de apego y sus consecuencias emocionales, posibilitando la supervivencia con un mínimo de incomodidad (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998).

Es capaz de desviar las energías emocionales perturbadoras hacia determinadas actividades (pensar, comer, hablar, etc.), lo cual nos proporciona una sensación de seguridad porque mantiene el miedo y el dolor a distancia. El yo irreal está constituido, en términos generales, por las pautas de conducta, los estados de ánimo y los rasgos de personalidad que hemos adoptado de nuestros padres para no superarlos, con la esperanza de que eso les sirva de motivación para satisfacer nuestras necesidades (“Soy igual que ustedes. ¿Me aceptarán ahora?”). A nivel fisiológico, este sistema nos afecta crónicamente de diversos modos, por ejemplo reprimiendo o sobreestimulando el sistema endocrino, o también ejerciendo cierta tensión persistente sobre los órganos internos (Janov, 1970). Desde el yo irreal, nuestro comportamiento se basa en el control, la conformidad y la sobreadaptación a las circunstancias (Winnicott, 1960a; Lowen, 1975; Miller, 1979/1994), mientras tiende a la satisfacción inmediata pero indirecta de nuestras necesidades. Desarrollamos una serie de expectativas y estrategias con el fin de afectar a los otros para que modifiquen su comportamiento y nosotros consigamos lo que queremos, tales como demandar y exigir, manipular, culpar, mendigar y vengarnos.
Nos instalamos en el mundo con patrones habituales de compensación, que protegen nuestra vulnerabilidad herida, complaciendo a los otros y armonizando las situaciones conflictivas, controlando y haciéndonos cargo de otros, peleando y rebelándonos continuamente, o retirándonos y refugiándonos en nosotros mismos. El falso self nos hace estar y actuar de forma insensible, despreciadora, tensa, inhibida, crítica y perfeccionista. Junto a la escena primal y la fracturación del self total en yo real e irreal, se escinde también el sistema de recuerdos. Los recuerdos reales se encuentran desde entonces normalmente reprimidos, mientras que los recuerdos irreales sirven de pantalla y filtro de la experiencia (Janov, 1970; Miller, 1979/1994).

Cualquier vivencia que resuene con los sentimientos y las necesidades que han sido reprimidas, es censurada y descartada. Así, la persona se priva a sí misma de una amplia gama de experiencias vitales y reacciones emocionales como la envidia, los celos, la impotencia, la rabia, el miedo, etc. (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990). (6) Con el tiempo, nos identificamos de manera tan estrecha con el falso self, que perdemos casi por completo la noción de que, en esencia, este falso yo no es más que una estrategia de supervivencia que desarrollamos para defender nuestra integridad psíquica y física frente a circunstancias que no podíamos cambiar (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998, 1999; Svarup & Premartha, 1999). El proceso neurótico se transforma de modo permanente en una estructura neurótica de carácter que, en su núcleo, alberga un conflicto irresuelto entre el self verdadero y el falso self. Este último reprime al primero y transmuta las necesidades reales del organismo en necesidades neuróticas, por lo que la gratificación puede realizarse sólo simbólicamente. Evitamos así el dolor y el profundo miedo que emanan de la herida primal, pero también imposibilitamos la satisfacción real de lo que, en secreto, anhelamos. Todo el espectro de las conductas neuróticas y disfuncionales comparten esta misma causa fundamental y pueden ser consideradas como comportamientos simbólicos de defensa contra sufrimiento psicobiológico excesivo.
 Entre las formas principales en las cuales la represión de nuestras necesidades originales y del dolor y el miedo primales nos afectan con posterioridad en la adultez, se cuentan: (a) narcisismo (sentido dañado de identidad); (b) desconfianza generalizada ante el mundo; (c) necesidad de estar siempre en control de las situaciones; (d) reactuación inconsciente de los sucesos traumáticos del pasado en el presente; (e) interiorización (infligirnos a nosotros mismos el abuso sufrido en la infancia, como en los síntomas psicosomáticos); (f) grandes dificultades para experimentar verdadera intimidad en nuestras relaciones interpersonales, miedo al compromiso, miedo al abandono y aislamiento; (g) codependencia, o bien antidependencia y falsa autonomía (codependencia compensada); (h) búsqueda continua de la aprobación de personas que representen a los padres; (i) miedo al rechazo, a la presión y al abuso físico o energético; (j) frustración, rabia destructiva, tendencias autodestructivas, agresión, violencia y consiguientes ofensas a terceros (infligir a otros aquello que hemos sufrido), que pueden ser entendidas como reacciones secundarias a la herida narcisista; (k) contaminación del pensamiento por vestigios infantiles (creencias mágicas, egocentrismo, razonamiento emocional, generalización indiscriminada, etc.); (l) ansiedad, impulsividad y baja tolerancia a la frustración; (m) adicciones y compulsiones de todo tipo; (n) sentimientos y reacciones frecuentes de vergüenza, culpa, inadecuación, inseguridad, duda, celos, shock y abandono; (o) negatividad, resentimiento, cinismo y amargura; (p) miedo a cambiar y a lo desconocido; (q) apatía, depresión, sinsentido, confusión, soledad, desesperanza y vacío; (r) falta de autoestima y desvalorización personal; (s) sentimientos de tener que demostrar algo, de estar constantemente a prueba y de no pertenecer; y, (t) sensaciones de falsedad, irrealidad, extrañeza, futilidad, hipocresía y absurdo, que surgen cuando el falso self es tratado como el self verdadero

El neurótico vive en una situación infantil no resuelta y reprimida que lo hace temer y evitar peligros que alguna vez fueron reales, pero que ya no son amenazas efectivas para su supervivencia física o psicológica. Es incapaz de concluir que, en el presente, nada terrible le sucederá. Ante acontecimientos que de alguna u otra manera resuenan con las heridas que ha sufrido en su infancia, el bloqueo de la energía emocional se intensifica con propósitos defensivos y la persona repite una y otra vez los patrones conductuales reactivos que en otro momento fueron adaptativos, pero que han dejado de serlo (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998).

Así, el neurótico actúa impulsado por recuerdos, sentimientos y necesidades primales reprimidas y de continuo espera rechazo, castigo y abandono, mientras que, al mismo tiempo, sus expectativas y patrones neuróticos de comportamiento reproducen en su vida los escenarios que más pretende esquivar (Miller, 1979/1994; Grof, 1985; Emerson, 1996; Krishnananda, 1998, 1999).
Ha construido un sistema más o menos rígido de creencias limitantes que determina su visión del mundo y de sí mismo, y también un sistema de recuerdos irreales que actúa como filtro, mediando el impacto de las experiencias que atraviesa y permitiendo la entrada sólo a aquello que no guarde alguna similitud con los recuerdos primales reales. De esta manera, el miedo lo lleva a mantener la desconexión del dolor para defenderse de su emergencia. El yo irreal transforma el dolor primal en tensión y ésta se encuentra difusa en el organismo, afectando a los órganos, los músculos, la sangre, el sistema linfático, la voz y la fisonomía general del cuerpo. Por ello, el neurótico, en general, no experimenta verdaderos sentimientos, sino más bien sentimientos convertidos en sensaciones y niveles variables de tensión (Janov, 1970). Y, en cuanto vivencia alguna emoción, demuestra una tendencia a hacerlo con una intensidad desproporcional al evento que la gatilló.

La persona utiliza, cuando la tensión se acrecienta anunciando el surgimiento de los sentimientos negados, mecanismos involuntarios para aliviarla, tales como el rechinar los dientes, el suspirar, las pesadillas o la enuresis. En caso de que la tensión sobrepase los límites de lo soportable porque estos mecanismos fracasan, entran en acción los mecanismos voluntarios de alivio de la tensión: la proyección de los sentimientos propios en otras personas; el canalizarlos hacia nuestro interior, dando lugar a una depresión crónica de bajo grado; y, como formas más comunes de soslayar los sentimientos primales, el transformarlos en conductas adictivas y compulsivas (Janov, 1970; Bradshaw, 1990b). Adicciones y compulsiones son todas las actividades que llevamos a cabo para no estar presentes y permanecer inconscientes. Son, de modo simultáneo, intentos de aliviar la tensión, de evitar el miedo y el dolor primales, y de satisfacer nuestras necesidades insatisfechas por vías sustitutorias o, en otras palabras, son esfuerzos de llenar el vacío estructural que la herida primal ha generado (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998, 1999).
En ellas, se vuelven a abrir constantemente las heridas que hemos sufrido, pero mientras no sean aceptados y elaborados a consciencia los recuerdos subyacentes, la compulsión a la repetición no desaparecerá. Por otro lado, las conductas adictivas y compulsivas también poseen un núcleo positivo, dado que le permiten al neurótico recuperar por un pequeño período de tiempo su intensidad vivencial perdida, tener un vislumbre del self verdadero y experimentar sensaciones de aceptación y libertad (Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997).

 Detrás de todas estas motivaciones para incurrir en comportamientos de esta naturaleza, se encuentra, en lo más profundo, un gran anhelo espiritual de totalidad y unidad, que determina las tentativas que hacemos por llenar nuestro insondable vacío interno y aliviar nuestro dolor primal, factor que adquiere muchas veces gran relevancia durante el proceso terapéutico (Grof, 1993; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998; Grof, 2000). Janov y su equipo de trabajo se han ocupado durante décadas del esclarecimiento de los aspectos biológicos de la teoría primal y han llegado a la conclusión de que a la neurosis subyace una patofisiología primal (Khamsi, 1981; Beaulieu, 1986/1988; Bradshaw, 1990a; Janov, 2000).
De acuerdo a sus investigaciones, la represión es el equivalente psicológico del proceso fisiológico mediante el cual el sistema nervioso maneja la excesiva estimulación eléctrica que produce la experiencia de dolor por medio de la liberación de endorfinas. La persona se encuentra así en un estado hipermetabólico constante para contener el dolor primal e impedir que la información que lo representa pase del sistema límbico del cerebro hacia la neocorteza, en donde se localiza la consciencia humana.

André Sassenfeld J.
Texto completo  Un intento de sistematización de la teoría primal

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