Programación paternal: el poder de la mente subconsciente

enero 21, 2018



Me gustaría contarte cómo alguien como yo (que se incluye en la categoría de aquellos que no estaban preparados para tener hijos) llegó a cuestionarse sus arraigadas nociones sobre la paternidad. No debería sorprenderte saber que comencé a hacerme preguntas en el Caribe, el lugar donde echó raíces mi cambio hacia la nueva biología. Mi replanteamiento vino inspirado por un desafortunado incidente, un accidente de motocicleta. Me dirigía a dar una conferencia cuando caí en la cuneta a gran velocidad. La moto terminó boca abajo. Por suerte llevaba el casco, porque sufrí un golpe de consideración en la cabeza cuando la moto se estrelló contra el suelo. Estuve inconsciente una media hora y, durante un tiempo, mis alumnos y mis colegas creyeron que estaba muerto. Cuando recuperé el sentido, me dio la sensación de que me había roto todos y cada uno de los huesos del cuerpo. Durante los siguientes días apenas pude caminar y cuando lo hacía, parecía una versión coja de Quasimodo. Cada paso era un doloroso recordatorio de que «la velocidad mata». Cuando entré en el aula una tarde, uno de los alumnos me sugirió que tal vez me ayudara visitar a su compañero de habitación, un compañero de estudios que también era quiropráctico. Tal y como expliqué en el capítulo anterior, mi educación alopática me había enseñado a considerar a los quiroprácticos como curanderos. Pero  cuando sufres tanto dolor y estás en un sitio desconocido, te descubres probando cosas que jamás habrías tenido en cuenta en momentos más fáciles. Una vez que el quiropráctico convirtió su dormitorio en una «consulta» improvisada, supe por vez primera lo que era quinesiología, conocida popularmente como «prueba muscular». El quiropráctico me dijo que extendiera el brazo hacia arriba y que aguantara la presión que él iba a realizar. No me resultó difícil soportar la pequeña presión que ejerció sobre mi brazo. Después me pidió que mantuviera el brazo en alto y resistiera la presión mientras decía: «Me llamo Bruce». Una vez más, no me costó mucho mantener el brazo en alto, aunque esa vez comencé a pensar que las advertencias de mis colegas académicos eran de lo más acertadas. «¡Esto es una estupidez!», me dije. En ese momento, el quiropráctico me dijo que mantuviera el brazo en alto y aguantara la presión mientras decía con fuerza: «Me llamo Mary». Para mi asombro, mi brazo se vino abajo a pesar de mi resistencia. «Espera un momento ... », le dije, «parece que no he ejercido la fuerza suficiente. Probemos otra vez». Así lo hicimos y esa vez me concentré aún más en resistir la presión. De todas formas, cuando repetí aquello de «me llamo Mary» mi brazo cayó como una piedra. Ese alumno, que en aquellos momentos se había convertido en mi profesor, me explicó que cuando la mente consciente alberga un pensamiento que entra en conflicto con una «realidad» aprendida anteriormente y almacenada en la mente subconsciente, el conflicto intelectual se expresa mediante la debilitación de los músculos del cuerpo. Para mi más completo asombro, me di cuenta de que mi mente consciente, la cual había ejercitado con tanta seguridad en el entorno académico, no estaba bajo mi control cuando ponía voz a una opinión que difería de una de las realidades almacenadas en el subconsciente. Mi mente subconsciente echaba por tierra los esfuerzos de mi mente consciente por sostener el brazo en alto cuando decía que me llamaba Mary. Me quedé anonadado al descubrir que había otra mente, otra fuerza, que pilotaba mi vida. Y aún más desconcertante fue comprender que esa mente oculta, la mente sobre la que no sabía más que la teoría psicológica, era en realidad más poderosa que mi mente consciente, tal y como Freud afirmaba. En definitiva, mi primera visita al quiropráctico resultó ser una de esas experiencias que te cambia la vida. Descubrí que los quiroprácticos pueden sacar provecho del poder innato de sanación del cuerpo utilizando la quinesiología para corregir los desajustes de la columna. Salí de esa sensación de adormecimiento como un hombre nuevo tras un simple ajuste vertebral sobre la mesa del «curandero» ... Y todo sin utilizar fármacos. Y, lo más importante, conocí a ese «hombre oculto tras la cortina», ¡mi mente subconsciente! Cuando me marché del campus, mi mente consciente aún le daba vueltas a las implicaciones del poder superior de mi mente subconsciente, hasta entonces desconocida. También relacioné esas divagaciones con los estudios sobre física cuántica, que me había enseñado que los pensamientos podían desencadenar respuestas de una forma más efectiva que las moléculas físicas. Mi subconsciente «sabía» que no me llamaba Mary y se negaba a admitir que así era. ¿Qué más sabía mi subconsciente y cómo lo había aprendido? Para comprender mejor lo que había ocurrido en la consulta del quiropráctico, busqué primero en los textos de neuroanatomía comparada, que decían: «Cuanto más abajo se encuentre un organismo en el árbol de la evolución, menos desarrollado estará su sistema nervioso y, por tanto, más confiará en sus comportamientos automáticos (en su herencia)>>. Las polillas vuelan hacia la luz, las tortugas de mar regresan a islas específicas para depositar sus huevos en la playa en el momento adecuado y las golondrinas vuelven a Capistrano en una fecha determinada, aunque, hasta donde sabemos, ninguno de esos organismos tiene conciencia de por qué hace esas cosas. Son comportamientos innatos; están genéticamente determinados y se clasifican como instintos. Los organismos superiores tienen sistemas nerviosos más complejos controlados por cerebros cada vez más grandes que les permiten llevar a cabo complejos patrones de comportamiento aprendidos a través de la experiencia (medio). La complejidad de este aprendizaje adquirido culmina posiblemente con los humanos, que se encuentran en la cima, o al menos muy cerca, del árbol de la evolución. Citando a los antropólogos Emily A. Schultz y a Robert H. Lavenda: «Para sobrevivir, los seres humanos dependen más del aprendizaje que otras especies. Carecemos, por ejemplo, de instintos que nos protejan de forma automática y nos proporcionen alimento y refugio». (Schultz y Lavenda, 1987.) Sí que tenemos, por supuesto, comportamientos instintivos innatos: piensa en el reflejo de succión del bebé, en el instinto que le hace apartar rápidamente la mano del fuego y en el que lo impulsa a nadar cuando lo meten en el agua. Los instintos son comportamientos innatos necesarios para la supervivencia de la raza humana, sin importar a qué cultura pertenezcan o en qué periodo histórico nacieran. Nacemos sabiendo nadar; los niños saben nadar como nutrias al poco tiempo de nacer. Sin embargo, los niños cogen miedo al agua enseguida a causa de sus padres: no tienes más que observar la reacción de los padres cuando, en un descuido, su hijo se acerca a la piscina o a un estanque. Los niños aprenden de sus padres que el agua es peligrosa. Los padres se esforzarán más tarde en enseñar a Johnny a nadar. Y su primer gran esfuerzo será superar el miedo al agua que le inculcaron años atrás. Sin embargo, a lo largo de la evolución nuestras percepciones adquiridas o aprendidas se han vuelto más poderosas, en especial porque pueden invalidar los instintos programados genéticamente. Los mecanismos fisiológicos corporales (como el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, el flujo sanguíneo y los parámetros de hemorragia o la temperatura corporal) son por naturaleza instintos programados. No obstante, los yoguis, al igual que la gente corriente, pueden aprender a controlar de forma consciente estas funciones «innatas».
Los científicos han centrado su atención en nuestro enorme cerebro para buscar los fundamentos de nuestra capacidad para aprender comportamientos tan complejos. No obstante, deberíamos aplacar un poco nuestro entusiasmo ante la Teoría del Big Brain ya que los cetáceo s (las marsopa s y los delfines) tienen una superficie cerebral mayor que la nuestra. Y los descubrimientos del neurólogo británico John Lorber, publicados en un artículo de la revista Science de 1980 titulado ¿De verdad es necesario tu cerebro?, también ponían en entredicho la idea de que el tamaño del cerebro es el factor más importante para determinar la inteligencia humana (Lewin, 1980). Lorber estudió muchos casos de hidrocefalia o «agua en el cerebro» y llegó a la conclusión de que aun cuando falta la mayor parte de la corteza cerebral (la capa más superficial del cerebro), los pacientes pueden llevar una vida normal. El escritor de la revista Science Roger Lewin citaba en su artículo: «Hay un joven alumno de esta universidad, la Universidad de Sheffield, que tiene un coeficiente intelectual de 126; ha conseguido una matrícula de honor en matemáticas y lleva una vida social completamente normal. Sin embargo, el chico no tiene cerebro. Cuando le hicimos un escáner cerebral vimos que en lugar de tener la capa normal de 4,5 centímetros de grosor de tejido cerebral entre los ventrículos y la superficie de la corteza, no había más que una fina capa de manto que no llegaría siquiera al milímetro de espesor. La mayor parte de su caja craneal está llena de fluido cerebroespinal». Los provocativos descubrimientos de Lorber sugieren que es necesario reconsiderar nuestras viejas creencias sobre el funcionamiento del cerebro y la base física de la inteligencia humana. En el epílogo de este libro puntualizo que sólo llegaremos a comprender por completo la inteligencia humana cuando admitamos la existencia del espíritu, la «energía» o lo que los psicólogos cuánticos llaman la mente «superconsciente». Pero, por el momento, me gustaría limitarme a la mente consciente y al subconsciente, conceptos que los psicólogos y los psiquiatras se esfuerzan por resolver desde hace mucho. Los utilizo aquí para proporcionar la base biológica de la importancia de una educación responsable y de la eficacia de los métodos psicológicos de sanación basados en la energía.
Programación humana: cuando los buenos mecanismos van mal 
Volvamos a la evolución de los seres humanos, que han aprendido gran cantidad de cosas en muy poco tiempo a fin de sobrevivir y que han llegado a formar parte de su comunidad social. La evolución ha dotado a nuestros cerebros de la capacidad de almacenar en la memoria un número incalculable de comportamientos y creencias. Las investigaciones que se están llevando a cabo sugieren que la clave para comprender cuál es el funcionamiento de este rápido almacenamiento de información es la valoración de la actividad eléctrica cerebral mediante encefalogramas. La definición literal de electroencefalograma (EEG) es «imágenes eléctricas del encéfalo». Estas imágenes cada vez más sofisticadas revelan una escala de valores en la actividad cerebral de los seres humanos. Tanto los adultos como los niños presentan variaciones en el EEG que van desde las ondas delta de baja frecuencia, hasta las ondas beta de alta frecuencia. No obstante, los investigadores han descubierto que la actividad electroencefalográfica de los niños revela que en cada etapa de desarrollo predomina una onda cerebral específica. La doctora Rima Laibow en su libro Quantitative EEG and Neurofeedback describe la progresión de estas etapas de desarrollo en la actividad cerebral (Laibow, 1999 y 2002). Entre el nacimiento y los dos años de edad, el cerebro humano opera predominantemente con las frecuencias electroencefalográficas más bajas (de 0,5 a 4 ciclos por segundo o hercios, conocidas como ondas delta. Aunque las ondas delta son las predominantes, los bebés exhiben estallidos periódicos de corta duración de frecuencias más altas. Un niño comienza a pasar más tiempo en un nivel electroencefalográfico superior caracterizado por las ondas theta (4-8 Hz) entre los dos y los seis años. Los hipnoterapeutas reducen la actividad cerebral de sus pacientes hasta las ondas delta y theta porque estas frecuencias tan bajas los dejan en un estado más sugestionable. Todas estas cuestiones nos proporciona pistas importantes sobre cómo los niños, cuyos cerebros operan a estas mismas frecuencias entre los dos y los seis años de edad, pueden almacenar la increíble cantidad de información que necesitan para prosperar en su entorno. La capacidad para procesar esta vasta cuantía de información es una adaptación neurológica muy importante que sirve para facilitar el intenso proceso de culturización. Los entornos sociales humanos cambian tan rápidamente que no supondría ventaja alguna transmitir los comportamientos culturales mediante instintos programados genéticamente. Los niños pequeños observan con detenimiento su entorno y almacenan los conocimientos que les ofrecen sus padres en la memoria subconsciente. Como resultado, el comportamiento y las creencias de sus padres se convierten en las suyas. Los investigadores del Instituto de Investigación de Primates de la Universidad de Kioto, han descubierto que las crías de chimpancé también aprenden observando a sus madres. En una serie de experimentos, se enseñó a una madre a identificar los caracteres japoneses relacionados con diferentes colores. Cuando se proyectaban los caracteres japoneses para un color específico en el monitor de un ordenador, la chimpancé aprendía a identificar la muestra del color correcto. Si elegía el color correcto, la chimpancé recibía una moneda que podía introducir en una máquina expendedora que le proporcionaba una fruta. Durante el proceso de adiestramiento, la chimpancé siempre mantenía a su cría cerca. Para sorpresa de los investigadores, un día, mientras la madre recogía su fruta de la máquina expendedora, la cría de chimpancé seleccionó el color correcto, recibió una moneda y siguió a su madre hasta la máquina. Los atónitos investigadores llegaron a la conclusión de que los bebés pueden aprender comportamientos complejos con el mero hecho de observar, sin que sea necesaria una participación activa por parte de sus padres (Science, 2001). De forma similar, los comportamientos, las creencias y las actitudes que los humanos observamos en nuestros padres se graban en nuestro cerebro con tanta firmeza como las rutas sinápticas de la mente subconsciente. Una vez que la información se almacena en el subconsciente, controla nuestra biología durante el resto de nuestra vida ... a menos que descubramos una forma de volver a programada. Cualquiera que albergue dudas acerca de la complejidad de este sistema de almacenamiento debería pensar en la primera vez que a su hijo se le escapó una palabrota que le había escuchado decir. Estoy seguro de que se habrá dado cuenta de que la naturalidad del niño, su correcta pronunciación, los matices de su estilo y el contexto de la situación llevan la firma del padre o la madre. Dada la precisión de este sistema de almacenamiento de conductas, imagina las consecuencias que tiene que un padre le llame a su hijo «niño estúpido», o que le diga «no te mereces nada», «no vales nada», «nunca deberías haber nacido» o «eres una persona débil y enfermiza». Cuando los padres desconsiderados o poco afectuosos transmiten estos mensajes a sus hijos pequeños, sin duda no son conscientes de que semejantes comentarios se almacenarán en la memoria subconsciente del niño como «verdades» absolutas, de la misma forma que los bits y los bytes se almacenan en el disco duro de tu ordenador personal. Durante las primeras etapas del desarrollo, la conciencia de los niños no ha evolucionado lo suficiente como para discernir que esos comentarios de sus progenitores no son más que estallidos verbales y no necesariamente verdaderas características de su ser. Una vez almacenados en el subconsciente, no obstante, los abusos verbales se convierten en «verdades» que moldean de forma inadvertida el comportamiento y el potencial del niño a lo largo de toda su vida. Al hacernos mayores, nos volvemos menos susceptibles a la programación externa debido a la creciente aparición de las ondas de alta frecuencia, las ondas alfa (8-12 Hz). La actividad alfa se corresponde con estados de relajación. Mientras que la mayoría de nuestros órganos sensoriales (como los ojos, la nariz o los oídos) observan el mundo exterior, la conciencia se asemeja a un «órgano sensorial» que se comporta como un espejo que refleja el funcionamiento interno de la comunidad celular corporal; es una percepción del «yo». Alrededor de los doce años, el espectro encefalográfico del niño comienza a mostrar periodos mantenidos de una frecuencia aún mayor denominada ondas beta (12-35 Hz). Los estados cerebrales beta se caracterizan por una conciencia «activa o concentrada», el tipo de actividad cerebral que se produce cuando se lee un libro. Hace poco se ha descrito un quinto estado de actividad electroencefalográfica de mayor frecuencia denominado ondas gamma (>35 Hz). Esta frecuencia en el EEG se relaciona con estados de «rendimiento máximo», como cuando los pilotos se disponen a aterrizar el avión o un jugador profesional de tenis se ve envuelto en una trepidante sucesión de voleas. Cuando el niño llega a la adolescencia, su mente subconsciente está llena de información que varía entre enc~minarse hacia el «conocimiento» de que nunca llegará a nada en la vida o de que, si ha sido criado por unos padres cariñosos, podrá hace~ cualquier cosa que desee. La suma de los instintos genéticos y las creencias aprendidas de nuestros padres forman la mente subconsciente, que puede controlar tanto nuestra capacidad para mantener el brazo en alto en la consulta de un quiropráctico, como nuestros mejores propósitos de Año Nuevo de dejar de estropearnos con fármacos o comidas. Voy a volver de nuevo a las células, éstas pueden enseñarnos mucho sobre nosotros mismos. Ya he dicho muchas veces que las células individuales son inteligentes. Pero recuerda que cuando las células se agrupan para crear comunidades multicelulares acatan la «voz colectiva» del organismo, aun cuando esa voz ordene ciertos comportamientos autodestructivos. Nuestros patrones fisiológicos y de comportamiento se ajustan a las «realidades» o las «verdades» de esa voz colectiva, ya sean creencias constructivas o destructivas. He descrito el poder de la mente subconsciente, pero quiero resaltar que no es necesario considerar el subconsciente como una aterradora y poderosa fuente freudiana de «conocimientos» destructivos. En realidad, el subconsciente es una base de datos carente de emociones en la que se almacenan programas y cuya función se limita únicamente a interpretar las señales medio ambientales y a activar los programas apropiados sin hacer juicios ni preguntas. La mente subconsciente es un «disco duro» programable en el que se almacenan las experiencias de nuestra vida. Los programas son en su mayoría comportamientos grabados de estímulorespuesta. Los estímulos que desencadenan dichos comportamientos pueden ser señales que el sistema nervioso detecta en el mundo exterior o señales procedentes del organismo, tales como las emociones, el placer o el dolor. Cuando se percibe un estímulo, se desencadena de forma automática una respuesta que fue aprendida cuando se detectó ese estímulo por primera vez. De hecho, la gente que se da cuenta de la naturaleza automática de estas respuestas suele admitir que es como «si le hubieran pulsado un botón». Antes de la aparición de la mente consciente, las funciones del cerebro animal se ceñían tan sólo a las del subconsciente. Estas mentes primitivas no eran más que aparatos de estímulo-respuesta que reaccionaban de manera automática a los estímulos del entorno mediante instintos o sencillos comportamientos aprendidos. Estos animales no adoptaban de forma consciente dichos comportamientos y, de hecho, tal vez ni siquiera se dieran cuenta de que lo hacían. Sus comportamientos son reflejos programados, como el cierre del párpado en respuesta a una ráfaga de viento o el estiramiento de la pierna cuando se golpea la rodilla.
Bruce H. Lipton, Biología de las Creencias 

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