Atención Materna: Nutriente esencial para toda la vida por Christiane Northrup
junio 02, 2016
Cuando una cámara de televisión enfoca al público en el estudio o en un evento deportivo, ¿qué grita a la cámara la persona enfocada? La mayoría de las veces grita: «¡Hola, mamá!»
Cada persona tiene una necesidad primordial de ser vista y notada por su madre, y a eso se debe que la pérdida de la madre sea tan aniquiladora.
En una carta al comienzo de Motherless Daughters [Hijas huérfanas
de madre], de Hope Edelman, escribe una mujer cuya madre murió
cuando ella tenía trece años:
Nadie en la vida te va a amar más que tu madre. No existe amor
tan puro, incondicional y fuerte como el de la madre. Y a mí nadie
me va a volver a amar así.
Una de las subscriptoras de mi hoja informativa, que escribió hace un
tiempo, empleaba casi las mismas palabras, aun cuando esta pérdida le
llegó mucho más adelante en su vida:
Perdí a mi madre hace cuatro años, cuando yo tenía 49. Y sí que
la echo de menos.
La relación madre-hija es una de las más íntimas
que tendremos en la vida, y muchas veces una de las más
complicadas. Una de las cosas más dolorosas que comprendí
cuando murió mi madre fue que nunca más sería amada (en esta
vida) con un amor tan incondicional como el de la madre.
La necesidad que tiene la hija de su madre es biológica, y continúa a
lo largo de toda la vida. No sólo el cuerpo de nuestra madre fue el origen
de nuestra vida sino que además era su cara la que mirábamos para ver
cómo éramos y cómo lo estábamos haciendo. Mirando los ojos de nuestra
madre y experimentando su reacción a nosotras aprendimos las primeras
y esenciales lecciones acerca de nuestra valía.
La calidad de la atención que recibimos cuando somos bebés determina
en parte lo valiosas que nos sentimos por estar en el planeta.
Cuando nuestra madre demuestra su aprobación sonriéndonos y hablándonos,
codificamos la idea de que estamos bien. En cambio, si no
está presente, por el motivo que sea, o nos retira su cariño cuando no
hacemos lo que ella desea que hagamos, nos sentimos abandonadas.
Hacemos todo lo que sea necesario para recuperar su atención.
Cuando
somos pequeñas, la aprobación o desaprobación de nuestra madre
la sentimos como el beso de la vida o el beso de la muerte. No es de extrañar
entonces que siga teniendo el poder de influir en nuestro bienestar.
No es de extrañar que ya mujeres adultas, educadas y cultas, sigamos
volviendo a esa misma fuente de atención materna para ver si
estamos bien, si somos dignas de amor y para comprobar cómo lo estamos
haciendo.
Creo firmemente que el vínculo madre-hija ha sido diseñado por la
Naturaleza para ser la relación más positiva, comprensiva e íntima que
tendremos en la vida. ¿Cómo es, entonces, que cuando volvemos a esa
fuente para reaprovisionarnos, muchas veces el resultado es desilusión y resentimiento por ambos lados?
Muchísimas clientas y amigas me han contado dolorosas historias de
cuando han ido a casa a pasar vacaciones o festivos. Ésta es una:
En mi primer año de universidad me fui a casa la noche del viernes
anterior al Día de la Madre. Ya le había dicho a mi madre que
no podría quedarme para la comida familiar del domingo porque
tenía que volver para redactar un trabajo y estudiar para los
exámenes de fin de año. Cuando entré en la casa, mi madre se
echó a llorar:
—Mamá, ¿qué te pasa?
Ella continuó llorando.
—Las personas que más quieres son las que más te hacen sufrir
—dijo al fin—. No intimes con nadie.
—Mamá, ¿estás dolida porque no me voy a quedar a celebrar
el Día de la Madre?
—No puedo hablar de eso —contestó.
Lógicamente, eso me hizo sentir como si fuera una mala hija
(que era exactamente el mensaje que ella quería transmitir).
—Mamá —le dije—, desde que me fui de casa para ir a la universidad
has sido infeliz por mi causa.
Estaba claro que ella no quería hablar de lo que ocurría. Se
negó a tratar el tema y continuó limpiando la mesa de la cocina.
Finalmente me dijo:
—Le prometí a tu padre que tendríamos un buen día. Así que
tengamos un buen día
Esto continuó ocurriendo durante años alrededor del Día de la Madre
y los demás asuetos importantes, pero mi amiga no podía dejar de ir.
«No ir simplemente no es una opción», me decía. No es de extrañar que
vaya, a pesar de la ansiedad, dolores de cabeza y malestares de estómago
que le vienen después. Sigue volviendo a la fuente de atención materna a
intentar apagar la sed de reconocimiento y aprobación incondicionales,
porque sus células han sido programadas de generación en generación
para hacer eso. Si bien a veces consigue beber unos cuantos sorbos de aprobación materna, nunca consigue la suficiente para llenarse, y el precio
es muy elevado.
Está llamada a soportar lo más recio de la infelicidad
e insatisfacción de su madre. Justamente cuando más necesita de su apoyo
para llevar adelante su vida, su madre la llama de vuelta a casa. El mensaje
puede tomar muchas formas, desde lágrimas a enfado o a silencio pé-
treo, pero el texto subyacente siempre es el mismo: si de verdad me
quisieras, te quedarías aquí a sufrir conmigo.
La relación de mi amiga con su madre no tiene por qué ser tan difícil.
Para sanarla, debe primero identificar y llamar por su nombre a la telara-
ña común de expectativas, necesidades y mala comunicación en que se
sienten atrapadas las dos. Y luego debe mirar bajo la superficie del comportamiento
de su madre y de su reacción habitual a ella. Cuando lo
haga, verá que su comportamiento (y el de su madre) se origina, sin solución
de continuidad, en nuestro legado cultural como mujeres. Valorar
esto es el primer paso hacia la sanación.
Christiane Northrup
0 comentarios