Lenguaje en niños y el estar presente
febrero 24, 2015
Los niños viven el aquí y el
ahora de forma natural y espontánea. Viven en conexión directa con sus estados
emocionales, con su cuerpo, su movimiento, su placer y su displacer. Si un niño
ha sido suficientemente respetado no perderá esa conexión innata con sus
propias necesidades vitales, con su consciencia de sentir frío o calor, hambre
o sed, si necesita estar solo o acompañado…. Y si ha sido suficientemente
escuchado y respetado también será capaz de identificar cómo se siente en cada
momento, si siente tristeza, rabia, alegría o placer, más allá de que le pueda
adjudicar una palabra a la emoción.
Pero los adultos generalmente
necesitamos transitar por otros caminos que nos permitan volver a estar
nuevamente conectados a nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestros
pensamientos más genuinos. Necesitamos traspasar nuestros miedos, bloqueos,
prejuicios, ideas introyectadas desde el exterior, desconexiones con nuestro
mundo emocional… Es decir, los adultos necesitamos pasar por un proceso de
trabajo personal para llegar hasta allí.
Dentro de un ambiente preparado entre
niñ@s y padres hay aspectos que también de alguna manera favorecen u
obstaculizan este estar presente, aunque tampoco son garantía de ello. La
práctica del silencio y el evitar la utilización del lenguaje innecesariamente,
generalmente en momentos de incertidumbre, de no saber qué hacer, de sentir la
sensación de “no estar haciendo nada” es una cuestión importante. El lenguaje
muchas veces es la mejor herramienta para evadirnos de una situación que nos
incomoda o simplemente de evitar la sensación de “vacío”. El lenguaje nos lleva
a lo racional, por lo que suele evadirnos de una situación que nos genere una
emoción intensa que quizás no estemos viviendo placenteramente. Frente a la
angustia de la incertidumbre la palabra me distrae, generalmente me lleva a
otra situación, al pasado o al futuro. También podemos pensar en la práctica
del silencio interno como un ejercicio que favorece esta cualidad de nuestra
presencia. Como si se tratara de una práctica meditativa de silenciar nuestra
mente, nuestros pensamientos, vaciarnos de nuestros propios enredos mentales,
prejuicios, ideas, teorías, modelos etc. Sólo a través de este estado vacío de
la mente es que encontraremos una comunicación auténtica con el niño. “En una
mente silenciosa el niño encuentra espacio”.
Sí encuentro que el lenguaje
tiene un sentido cuando la experiencia que el niño está viviendo percibimos que
desborda su capacidad de comprensión y “asimilación”. Por ejemplo, cuando un
niño se asusta frente a una caída brusca e inesperada invadiéndole una emoción
que lo desborda en su capacidad de comprensión. En este momento nuestro
lenguaje que pone en palabras su miedo o su susto, es parte de nuestro
acompañarlo en esta vivencia displacentera y le hace sentir que estamos allí a
su lado para acompañarlo y sostenerlo en esta experiencia desagradable también.
Con nuestra palabra construimos un puente entre su emoción y su comprensión.
En un espacio de juego donde
conviven niñ@s y adultos es importante también minimizar el lenguaje verbal
entre los adultos. Si la norma del espacio es que los adultos durante un
determinado tiempo-espacio estemos exclusivamente con los niños y compartiendo
este espacio con otros adultos pero con la mínima utilización del lenguaje
verbal, realmente hay algo del clima que se genera que potencia la experiencia
increíblemente. Las conversaciones entre los adultos en este tipo de espacio de
juego “invaden” el espacio de los niños y lo monopolizan con la energía del
mundo adulto. Cuando los niños se sienten escuchados y respetados durante el
tiempo necesario luego son capaces de respetar también los espacios que los
adultos nos reservamos para hablar de la experiencia y lo que necesitemos
compartir sobre nuestras percepciones y vivencias.
Al decir de Agnès Szanto, el tiempo de los bebés es infinito, el
instante de malestar o de sufrimiento es infinito como así también el de
bienestar y el de alegría. Son las vivencias que dejan huellas, que abren o
cierran al mundo. Esto implica para los adultos, la familia, los profesionales
y la sociedad una gran responsabilidad y un extraordinario desafío porque es en
los más pequeños detalles de la vida cotidiana que se concretan o naufragan las
más bellas teorías.
Verónica Antón
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