Cuando son pequeños los niños
responden a esta pregunta con total soltura y espontaneidad propia de la edad: “quiero
ser domadora de delfines”, “astronauta”, “actriz”, “mecánico de autos”, “famoso”,
“arrancándonos sonrisas y cometarios risueños.
Pero a medida que va creciendo
definir la vocación se torna una presión que en la adolescencia hace eclosión
ya que pareciera ser que al terminar la escuela tenemos que saber a qué
queremos dedicarnos el resto de nuestra vida.
Cuando las expectativas
familiares no pueden ser cumplidas, generalmente surgen los conflictos. Y la
pregunta “¿Qué querés ser cuando seas grande?” se transforma en: “¿de qué vas a
vivir? “
“si no sabes idiomas no vas a
conseguir un buen trabajo”, “si solo te destacas en el arte te vas a morir de
hambre”, etc.
Lo que los padres no tomamos en
cuenta es lo difícil que es saber qué queremos si no hemos aprendido a
conectarnos con nosotros mismos. Cada vez nos consultan más jóvenes, que pese a
estar bien preparados no saben qué carrera seguir y si indagamos un poco más,
descubrimos que no tienen objetivos claros no conocen ralamente su potencial.
La licenciada Claudia Bozzano
agrega:
“Parece que la salida se
encuentra en el psicólogo y psicopedagogo
los chicos me muestran mi propia limitación para ayudarlos porque lo que
intuyo es que lo que necesitan dista de las expectativas sociales y a veces también
de los padres. Por eso a veces no tomo algunos pacientes. Me crea una situación
de complicidad con un sistema que no avala los potenciales de los chicos, que
no entiende la mente adolescente, que no puede ver que estamos buscando la solución
en donde ésta no se encuentra. Es más muchas veces, ni siquiera hay un
problema, o por lo menos no es el que piensan”
Las expectativas de los padres...
A medida que los hijos van
creciendo las exigencias de los padres van aumentando. La mayoría de los padres
esperamos que sean responsables, competentes, anímicamente reconocidos, y ante
todo vernos realizados en ellos.
Sonia, de 46 años vino a
consultarnos preocupada porque su hijo, luego de hacer su primer año de
medicina, quería dejar la carrera. Entonces mi pidió que tuviéramos una charla
con él. Cuando Kevin nos contó que estaba enojado con sus padres. Nos dijo que
siempre había tenido un buen vínculo con ellos hasta que comenzó la facultad. Desde
ese momento lo único que les interesaba saber era cómo le iba en los estudios. Nos
contó que él era coordinador de un grupo en un club y que había tenido
excelentes logros durante el último año: las autoridades le habían pedido que
sea el supervisor general de todos los grupos. Kevin estaba indignado porque
sus padres no le daban importancia. Cuando le contamos a la madre, ella se dio
cuenta de que ellos habían hecho todos
los esfuerzos para que si hijo tuviera todas las facilidades y se sintiera
libre de elegir su vocación, pero sus expectativas inconscientes le habían jugado
una mala pasada.
La tendencia de la sociedad va en
dirección de la individualización del estilo de vida y de las carreras. Les proyectamos
nuestros miedos al futuro, a la subsistencia y también a nutras frustraciones.
En este círculo de impotencia
terminamos presionando a nuestros hijos para sacar las máximas calificaciones. Como
consecuencia de esto los contactos entre padres e hijos se limitan solamente a
supervisar su rendimiento en el estudio. Por este enfoque unilateral en un solo
aspecto de sus vidas, todo el ambiente de una familia se puede malograr. Los hijos
se sienten manipulados por sus padres y quizás hasta rechazados aunque sientan
al mismo tiempo que los motivos de sus padres están justificados. Nuestras expectativas
ambiciones sobre el futuro funcionan como verdaderos obstáculos para conectarnos
con sus verdaderas necesidades y potenciales.
Fragmento extraído del libro “Tu
hijo como espejo” de Sandra Aisenberg y Eduardo Melamud.