Espejos...
junio 14, 2013
Cuando un bebé nace, una
de las primeras cosas que se suele preguntar es ¿a quién se
parece?... y los familiares y amigos que vienen a dar la bienvenida
al recién llegado ocupan los incómodos tiempos muertos de las
visitas diseccionándolo en partes con comentarios como, “tiene los
ojos de su padre”, “la cara sin embargo es de la madre”,
“aunque el mentón es el de su abuelo Paco”... En los próximos
años de vida el niño se verá sujeto reiteradamente a comparaciones
de su aspecto físico con los de sus familiares.
Damos así por supuesto
que el niño, en gran medida, ha heredado su aspecto físico de los
que vinieron antes, sin embargo, nos mostramos más reticentes a
reconocer que su personalidad es un reflejo de los espejos en que se
mira, es decir, el reflejo de sus padres, sobre todo cuando no nos
gusta o nos incomoda lo que vemos.
No es extraño que unos
padres traigan a su hijo a terapia desesperados por su modo de
comportarse o su forma de ser: su agresividad, su excesiva docilidad,
su insaciable necesidad de atención, su miedo paralizante, su
incansable movimiento...su, su, su, su. Hablan de él como si fuera
un ser extraño que ha venido de otro planeta y que por algún motivo
que no acaban de entender, les ha tocado en suerte (o desgracia).
Pareciera que alguien ajeno a la familia se hubiera metido en el
cuerpo de ese niño que tanto se les parece físicamente.
Cuando empezamos a
rascar, a preguntar sobre quién en la familia se comporta de forma
parecida, en seguida empiezan a aparecer similitudes y el adulto
comienza a comprender que el ser que tiene delante no es sino su
propio reflejo.
Pero, ¿cómo se forma
este reflejo? El niño nace sin un sentido del yo, lo irá
construyendo a través del contacto con los demás, primero con su
madre y su padre, o las figuras que hagan esta función los primeros
años de su vida, y más adelante, aunque en menor medida, con otros
adultos con los que se encuentre en el camino.
En este contacto, el
adulto le transmitirá distintos mensajes con los que construirá una
imagen de sí mismo. Estos mensajes en un primer momento serán
fundamentalmente no hablados, así, si la madre del recién nacido se
encuentra tensa o emocionalmente rabiosa u odiosa, el bebé, que en
ese momento no posee defensa alguna y ni siquiera distingue a la
madre de sí mismo, absorberá todo ese malestar y sentirá en
peligro su existencia, acarreando consigo un sentido ingrato de la
vida y por extensión, de sí mismo. Todo lo contrario sucederá al
niño atendido por una madre relajada y en un estado vital más
amable, éste percibirá el mundo como un lugar agradable
y a sí mismo como un ser aceptable y valioso. Por supuesto, la vida
no sucede en términos absolutos, y estas vivencias dependerán de la
cantidad e intensidad de los mensajes recibidos, tanto positivos como
negativos.
Más adelante cuando el
niño aprende a hablar, las palabras empleadas por sus padres y otros
adultos significativos para designarlo, completarán el puzzle de su
persona. Estas se convertirán en etiquetas que le dirán quién y
cómo es, y determinarán su autoconcepto. Pero no sólo le influirá
lo que le dicen sino también cómo se lo dicen, ya que es el modo de
pronunciar la palabra la que le proporciona su contenido emocional y
la que le dirá si es aceptado o no, y por consiguiente, si es
aceptable o no lo es.
A este juego de espejos
hay que añadir la transmisión por modelaje, hago y digo lo que veo
que hacen mis padres tanto cuando se dirigen directamente a mi como
cuando se dirigen a los demás. En muchas ocasiones los padres
predicamos una cosa mientras hacemos la contraria y nos sorprendemos
al ver que nuestros hijos no hacen lo que les decimos, se nos olvida
preguntarnos si nosotros hacemos lo que exigimos a nuestros hijos.
Estos dobles mensajes generan mucha confusión en el niño que se
encuentra en cierto modo sin salida. Ante las dos opciones se
decantará con mayor probabilidad por seguir lo que hacemos, antes de
lo que decimos ya que en el primer caso tiene un modelo a seguir,
conoce el cómo, mientras que en el otro generalmente conoce la
expectativa pero no le resulta tan familiar.
De todo esto se desprende
que el origen de los problemas del niño son casi siempre sus adultos
de referencia, sus creencias, actitudes, su forma de relacionarse con
los demás y con el niño...es por esto que ante las dificultades de
los niños es siempre conveniente mirarnos a nosotros mismos y ver en
que aspectos de nuestra personalidad se están reflejando tomando así
la responsabilidad de la situación.
El niño se valora a sí
mismo tal y como ha sido valorado y en el futuro, en su caso,
valorará a sus hijos del mismo modo. Siguiendo esta fórmula
encontramos que nuestros hijos son como nosotros mismos, al igual que
nosotros somos como nuestros propios padres, y ellos como los suyos
que a su vez tuvieron los suyos como espejo. Es a través de la
terapia que podemos romper esta cadena generando nuevos reflejos en
los espejos generacionales.
Ttala Lizarraga
Arteaga
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