Cuando pensar es un castigo por Laura Mascaró Rotger
junio 24, 2013
Poner
a un niño de cara a la pared, arrodillado y haciéndole sujetar un par
de pesados libros con cada mano no está bien visto. Pegarle es, incluso,
ilegal en un gran número de países. En las sociedades occidentales los
padres suelen disponer de poco tiempo (y, en ocasiones, de pocas ganas)
para buscar otras formas más eficaces de disciplinar a los hijos. De ahí
que un programa televisivo nefasto como es la Super Nanny haya tenido
tantísimo éxito.
Como los
castigos, en el sentido tradicional del término, empiezan a ser
políticamente incorrectos, los adultos hemos recurrido no a nuevas
estrategias sino a nuevos eufemismos. Hay un castigo clásico llamado
“time out” (tiempo fuera) que consiste en aislar durante cierto período
de tiempo al niño que se ha portado mal. En primer lugar, deberíamos
revisar el concepto de “portarse mal”. ¿Se ha portado mal el niño de dos
años que ha derramado el vaso de leche porque todavía no ha terminado
de desarrollar su motricidad fina? ¿Se ha portado mal el niño que ha
montado un escándalo porque no quería bañarse a la hora que tú has
decidido que debía hacerlo? En segundo lugar, deberíamos revisar,
también, nuestras normas que, normalmente, son arbitrarias y tienen poco
sentido. ¿Es realmente tan importante merendar a las cinco y no a las
seis de la tarde? ¿O tendría más sentido que el niño merendara cuando
tuviera hambre? ¿Es tan importante ver la tele sólo durante una hora al
día? ¿O tendría más sentido negociar con él para que pueda ver su
programa favorito completo en vez de disponer sólo de cierta cantidad de
tiempo?
Hace
unos días, un amigo me contaba que su hijo de cinco años había estado
jugando al fútbol dentro de casa y que había roto una bombilla. Su padre
(mi amigo) le explicó por qué no era conveniente jugar al fútbol dentro
de casa y por qué era peligroso que se hubiera roto la bombilla.
Además, le impuso un castigo consistente en no bajar al parque con él a
jugar a fútbol por la tarde, tal como habían quedado. Mi amigo no se
daba cuenta de que el niño no había tenido ninguna intención de romper
nada (ni la bombilla ni las normas familiares); de que, muy
probablemente, había tenido suficiente con el susto de ver que la
bombilla le caía encima hecha pedazos (no digamos ya de ver el enfado de
su padre); y tampoco se daba cuenta de que aunque, en efecto, las
acciones tienen consecuencias, el prohibirle bajar al parque no es en
absoluto una consecuencia lógica y natural del hecho de haber roto la
bombilla. Aplicando este tipo de consecuencias artificiales lo que
conseguimos es que nuestros hijos se esfuercen por no ser descubiertos
en futuras ocasiones y esto implica que empiecen a mentirnos. Si
nuestros hijos confían en nosotros y se sienten seguros en nuestra
compañía, nos contarán las cosas que han hecho o que les han pasado.
Pero, si no confían en nosotros y no se sienten seguros porque saben
que les caerá una “consecuencia”, lo más probable es que no nos lo
cuenten. Ni a los dos años, ni a los siete ni a los dieciséis. ¿Es ése
el tipo de relación que queremos tener con ellos? Porque es fácil
quejarse de lo herméticos que son los adolescentes y no querer darse
cuenta de que, quizás, somos nosotros los que hemos alentado esta
actitud cuando, de pequeños, los hemos mandado a “pensar” en vez de
hablar con ellos.
Aislar
al niño por haber incumplido normas que quizás no comprende (y que
quizás no tengan ningún sentido) supone una enorme falta de respeto
hacia él, además de una humillación totalmente innecesaria (como toda
humillación, dicho sea de paso). Se le ha cambiado el nombre al clásico “time out” y ahora se le llama “silla o rincón de pensar”.
Con lo cual convertimos el pensar en un castigo. Quiero creer que, en
realidad, no queremos que nuestros hijos crezcan con la idea de que
pensar es un castigo. Sin embargo, ése es justamente el mensaje que les
transmitimos. Es más, durante el tiempo que dura su aislamiento (que,
según “expertos” como la Super Nanny ha de ser equivalente a un minuto
por año de edad) lo que el niño piensa en realidad es cómo evitar ser descubierto la próxima vez;
y la lección que aprende es que gana el más fuerte o el más astuto. De
este modo, el niño aprende a calcular el “precio” de sus acciones y a
decidir, en cada caso, si vale la pena o no asumir el riesgo.
Desde los años
50, los científicos que han estudiado la disciplina han venido
clasificando a los padres en función de que basaran sus actos hacia los
niños en el poder o en el amor. La disciplina basada en el poder incluye (o puede incluir) pegar, gritar y amenazar. Los
castigos, por supuesto, son una forma de amenaza, un claro chantaje:
“si no te acabas la comida, no podrás salir a jugar”, por ejemplo. La
disciplina basada en el amor, en cambio, incluye prácticamente todo lo
demás. A los lectores interesados en conocer alternativas prácticas y reales al castigo, les recomiendo encarecidamente la lectura de los libros “Por tu propio bien” de Alice Miller, “Crianza incondicional” de Alfie Kohn, “Ser padres sin castigar” de Norm Lee (disponible gratuitamente online), “Padres liberados, hijos liberados” de Adele Faber y Elaine Mazlish y el libro de Rosa Jové sobre
las rabietas que está a punto de ser publicado. Para ir abriendo boca,
pueden buscar en internet los siguientes artículos: “Cinco razones para dejar de decir muy bien” de Alfie Kohn, “Las rabietas” de Rosa Jové, “Ayudar a los niños a resolver conflictos emocionales” de Naomi Aldort o “Educar sin castigar” publicado por quien suscribe estas líneas en la revista www.atalisdigital.com (pág.47).
extraido de http://blog.lauramascaro.com/2011/03/cuando-pensar-es-un-castigo.html
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