Comprendiendo el suicidio por Laura Mascaró Rotger

junio 24, 2013

Hace un par de semanas les hablaba sobre cómo todo lo que hacemos y decimos puede afectar a las vidas de otras personas, tanto para bien como para mal. A raíz de ese artículo, un lector me hizo llegar un vídeo de Elisabeth Kübler-Ross, una psiquiatra mundialmente conocida por su trabajo con los moribundos, por sus relatos de experiencias cercanas a la muerte y sus convicciones acerca de la vida después de la vida. En la primera parte del vídeo, Elisabeth relata la historia de una madre que tenía constantes peleas con su hijo a causa de la negativa de éste a dejar de usar siempre la misma vieja camiseta. Tras asistir a una charla de Kübler-Ross, la mujer se dio cuenta de que ése no era un asunto de vital importancia. Pensó que, si su hijo muriera, ella lo haría enterrar precisamente con esa camiseta que tantas discusiones les había costado. Así que al llegar a casa, con su escala de valores totalmente renovada, le dijo a su hijo que tenía su bendición para usar esa camiseta cuanto quisiera, que ella no iba a tratar de convencerle nunca más de que se la quitara. La felicidad de su hijo y la paz familiar eran mucho más importantes.

En la segunda parte del vídeo, cuenta una historia mucho más sobrecogedora. Se trata de un niño de once años que se quitó la vida. Elisabeth le preguntó a la madre qué había pasado, cómo podía ser que un niño de once años se suicidara, teniendo toda la vida por delante y estando, en teoría, en una de las etapas más felices de la vida de cualquier persona. La madre dijo que no lo comprendía, que no había “pasado nada”; que era un niño “normal, sano y feliz que siempre hacía lo que le decíamos”. En el último día de su vida, había sido reprendido y castigado por unas malas notas. Tras ser ignorado expresamente por sus hermanos y por sus padres, quienes pretendían, así, “darle una lección”, se fue a dormir y, a la mañana siguiente, se suicidó. Es lo que Alfie Kohn llama la “retirada del amor”, un castigo de una crueldad incalificable que transmite el mensaje de que el amor es condicional: tus padres y tus hermanos te aman si, y sólo si, te portas bien (traducido: si haces lo que ellos esperan de ti). Tus padres y tus hermanos te aman si, y sólo si, tienes buenas notas en el colegio. Tus padres y tus hermanos te aman si, y sólo si, te casas con la persona adecuada (según ellos). Tus padres y tus hermanos te aman si, y sólo si, tienes un trabajo digno (de nuevo, según su criterio, no según el tuyo). No importa que tengas once años o cincuenta y cuatro.
El amor condicional es una actitud mucho más común y habitual de lo que pudiera parecer cuando uno lo lee crudamente. Lees a Alfie Kohn y te parece que está hablando de casos extremos. Pero no. Escuchas a Elisabeth Kübler-Ross y te sorprende que aquella madre dijera que no entendía lo que podía haber pasado, que su hijo era “normal y feliz”, y vincula esa descripción al hecho de que el niño siempre hacía “lo que le decían”. Luego te cuenta el brutal castigo al que le sometieron, pero sigue sin entender qué pudo haber pasado.
Algunas personas quieren tener hijos obedientes porque es más cómodo que tener hijos libres. Un hijo libre supone un cuestionamiento constante de nuestras propias convicciones. Si tu hijo o tu hermano murieran mañana, ¿cómo querrías que hubiera sido su último día? ¿Qué papel querrías haber desempeñado tú en esas últimas veinticuatro horas? ¿Querrías haber discutido con él por una vieja camiseta? ¿Querrías saberte responsable de no haber hecho nada por mejorar siquiera un poquito su existencia?

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