En el campo de la salud materna, 2025 ha consolidado una certeza que aún sigue costando asumir con la seriedad que merece: la vulnerabilidad emocional de las mujeres tras el parto no se circunscribe a un periodo breve inmediatamente posterior al nacimiento, y mucho menos puede ser soslayada como un episodio puntual. La experiencia acumulada por estudios recientes confirma que esta vulnerabilidad puede acompañar toda la crianza temprana —incluso hasta los cuatro años de edad del hijo o hija—, con implicancias profundas para la madre, el bebé, y el entramado social que debería sostenerlos.
Una vulnerabilidad prolongada
Para muchas mujeres, la maternidad trae una intensidad emocional que no termina en el puerperio inmediato. En realidad, la depresión perinatal puede enunciarse como una presencia sutil, persistentemente dolorosa, que se despliega con lagunas de lucidez, bajo ánimo, insomnio crónico, culpa, o un profundo sentimiento de fracaso personal. Diversas cohortes internacionales —de países diversos y poblaciones heterogéneas— coinciden en un hallazgo inquietante: entre un tercio y la mitad de las mujeres que atraviesan este tipo de cuadros según el estándar clínico reportan síntomas depresivos recurrentes hasta el cuarto año postparto. Estos no suelen aparecer como brotes fulminantes, sino como sombras que se filtran en el día a día, en la calidad del vínculo afectivo, en la paciencia para acompañar al bebé en el juego o en las preguntas inocentes de niñas pequeñas. Esa presencia persistente erosiona la vida cotidiana.
Cuando el riesgo es crítico: la psicosis puerperal
En otro extremo de ese espectro emocional se encuentra la psicosis puerperal, una condición que exige atención urgente por su potencial de riesgo letal. No se trata de una “descompensación” aleatoria, sino de una emergencia clínica con delirios, alucinaciones, agitación extrema o desrealización. Su origen suele vincularse a desequilibrios biológicos dramáticos: cambios hormonales bruscos que afectan neurotransmisores clave, sueño interrumpido, predisposiciones afectivas. El desenlace puede ser brutal: el impulso de hacer daño —a veces hacia el bebé, otras veces hacia una misma—. Pero hay algo que no puede pasarse por alto: la psicosis puerperal ocurre a pesar de la formación o el contexto social; puede afectar por igual a una madre con recursos, con apoyo o con conocimientos previos, pues emerge desde las profundidades del sistema nervioso. El abordaje prioritario es garantizar seguridad —madre y bebé— y hospitalización en unidades especializadas, siempre que exista esa infraestructura.
Romper con el mito: “la madre puede con todo”
La narrativa cultural que enaltece a la madre como figura todopoderosa no solo es injusta, sino peligrosa. Supone que una mujer puede asumir sin ayuda la carga emocional, física y cognitiva que implica criar. Esta idealización actúa como velo: oculta el cansancio profundo, el pensamiento intrusivo, las preguntas alarmantes que a veces rondan al despertar antes del alba. Además, socava la capacidad de los profesionales para reconocer señales: si se espera que la madre esté siempre bien, es menos probable que se indague, que se escuche o que se derive. El “estar bien” queda naturalizado como el estándar, y todo lo que lo altere queda difuso, invisibilizado.
Mirada ecológica: biología, psicología y sociedad
Describir la salud mental materna exige un enfoque multicausal —como un entretejido delicado donde los factores biológicos, psicológicos y sociales se imbrican. Desde un lado, la biología: las hormonas neuroactivas que cambian abruptamente; desde otro, la psicología: expectativas culturales, historias personales, traumas anteriores. Pero no puede omitirse la dimensión social e institucional: la soledad en la crianza, la precariedad económica, la violencia de género, la falta de políticas públicas que acompañen maternalmente más allá del año inicial, e incluso la invisibilidad profesional de la salud mental en las consultas prenatales o en los controles pediátricos. Son fuerzas estructurales que empujan el cuerpo y la mente al borde del agotamiento.
¿A qué llamamos detección y acompañamiento?
Hablar de detección no implica restringirse a una escala clínica, sino entender que debe haber una escucha efectiva, sostenida en el tiempo. Un control de rutina —prenatal o posnatal— que pregunte a la madre cómo duerme, cómo piensa y siente, si alguna noche ha pensado “No puedo más”, ya es un espacio crucial. Que esa pregunta tenga respuesta rápida, derivación efectiva, contención psicológica y apoyo social es lo que marca la diferencia entre un dolor silencioso y una intervención salvadora. Y no basta con aplicar una escala una sola vez: cuando la vulnerabilidad se prolonga, los seguimientos deben extenderse —sin prisa, sin juicio, con constancia— al menos durante los primeros años de crianza.
¿Qué puede transformar esta mirada?
El cambio requiere acciones integrales: rutas clínicas que incorporen salud mental como parte del cuidado rutinario, formación profesional que se atreva a nombrar depresiones y psicosis sin eufemismos, políticas que financien psicoterapias preventivas, dispositivos comunitarios de acompañamiento maternal, promoción de redes de cuidado —familias, vecinas, instituciones— y una transformación cultural que abandone el mito de la madre autosuficiente: que permita, en cambio, preguntarle a ella “¿cómo te está yendo?”, y tomar esa pregunta en serio.
En conclusión
La maternidad no es una hazaña heroica ni un estado natural de plenitud constante. Es un periodo vulnerable, complejo, cargado de transformaciones profundas —físicas, relacionales, emocionales— que demandan un acompañamiento prolongado y comprensivo. Llamar por su nombre a lo que ocurre —ya sea con la depresión que se cuela con falta de energía o con la urgencia clínica de una psicosis puerperal— no es solo una elección de rigor académico, sino un acto de justicia ética y social. Porque en cada madre que sufre en silencio, hay una vida que reclama ayuda, acompañamiento y responsabilidad colectiva.