La fiebre y las enfermedades infantiles. Bühler - zur Linden
junio 25, 2015
Lo que durante generaciones fue natural para toda madre, hoy es inaudito
Uno de los síntomas más alarmantes, que delatan el distanciamiento de la naturaleza por el que atraviesa el hombre de nuestra época es el que, de día en día, va perdiendo más el sentido necesario para interpretar los hechos fundamentales de la vida, o sea, para comprender la relación que existe entre la salud y la enfermedad. Se encuentra desamparado ante los procesos de su propio organismo, al haber disminuido su instinto de discriminación entre lo saludable y lo nocivo. Tanto es así que, hoy en día la mayoría de la gente sólo ve en la enfermedad un suceso molesto, y con frecuencia hasta peligroso, que debe eliminarse cuanto antes, preferentemente empleando vacunas preventivas, o bien con medicamentos de efectos radicales, aún cuando sólo se trate de una inofensiva fiebre catarral. Aquello que durante generaciones ha sido evidente y natural para toda madre, al hombre de nuestro tiempo le parece un concepto totalmente nuevo e inaudito. Nos referimos al hecho de que toda enfermedad propiamente dicha, o bien sus síntomas de carácter secundario, como la fiebre, puede tener como motivo un fin oculto de vital trascendencia para el desarrollo físico y anímico del individuo.
El miedo a la fiebre
Especialmente en el caso de las enfermedades infantiles los padres, conscientes de su responsabilidad y en su afán de velar por un ser indefenso y dependiente de la ayuda de sus semejantes, ven con angustia y espanto los aspectos, al parecer sólo negativos y peligrosos, de las enfermedades. Muchos padres, ignorando la relación de los hechos fundamentales entre sí, exigen del médico que elimine la fiebre con la mayor rapidez posible y algunos, neciamente, incluso juzgan la aptitud de aquel en función de la velocidad con que logre reducirla o extinguirla. Esta actitud tiene su origen en la falsa suposición de que la fiebre es una enfermedad en sí misma.
En efecto, hoy en día el mercado ofrece numerosos medicamentos por medio de los cuales el médico está en condiciones de disminuir, e incluso eliminar la fiebre en el término de pocas horas. Pero, lamentablemente, se le presta muy poca atención al hecho de que se hace cada día más necesario poner en el mercado nuevas "drogas prodigiosas" más potentes, debido a que las anteriores dejan de surtir efecto. Sin embargo parece ser que la relación "drogas peligrosas-eliminación de la fiebre-curación" carece de fundamento. A qué se debe, si no, el que a pesar de todo los médicos cada día tengan más trabajo y los hospitales no den abasto? Sin duda alguna, gran número de enfermedades en estado agudo pierden rápidamente su carácter violento gracias a esa clase de medicamentos, pero después de estos tratamientos se ve con frecuencia que el paciente no ha sanado en la verdadera acepción de la palabra -no se restablece del todo- aquejándole, a veces muy pronto, otro tipo de trastornos, pues los anteriores no han sido curados realmente, sino sólo tratados sintomáticamente, es decir, reprimidos.
El motivo de que se presenten más y más enfermedades sin estados febriles, tal como se observa hoy en día, no residirá quizás en que el hombre ha perdido el hábito de generar la "fiebre curativa" a raíz del empleo de medicamentos violentos? Sea como fuere, es un hecho indiscutible que el hombre civilizado apenas conoce en la actualidad la sensación de disfrutar de plena salud, se encuentra en un continuo estado de "suspenso" entre una especie de "semienfermedad" y "semisalud".
Hasta hace poco esta evolución se había limitado a los adultos. Sin embargo, es de lamentar que los "éxitos" médicos descritos se vayan extendiendo paulatinamente a grupos de individuos de edades cada vez menores, es decir, a escolares e incluso a párvulos y lactantes. Hay actualmente niños de dos o tres años que no responden a estos tratamientos, debido a que han tenido ya amplio contacto con los antibióticos existentes, y como los diversos gérmenes se han ido haciendo resistentes a tales medicamentos, la fiebre no se deja reprimir. Cada dos o tres semanas vuelven a presentar alguna enfermedad febril aguda. En ese momento se puede percibir la desesperada vehemencia con la que el niño que ha nacido sano desea experimentar y hacerle frente a una enfermedad, aunque sólo sea por una vez. Ese niño está vacunado contra todo, pero a pesar de ello, quiere ponerse a prueba a sí mismo en una enfermedad, quiere que le dejen hacer uso de sus propias capacidades curativas para fortalecer con ello su constitución.
Es obvio que en los casos de abuso de medicamentos nos encontramos ante manifestaciones degenerativas de nuestra civilización, degeneraciones que, por el momento, aún no constituyen normas. Pero tampoco cabe duda de que estas tendencias van en ascenso, de que el número de esos desdichados niños es ya enorme y de que seguirá en aumento.
Del sentido de la fiebre
En la historia de la Medicina probablemente no haya habido ningún gran médico que no haya instruido a sus discípulos con gran énfasis en el hecho de que la fiebre no es una enfermedad sino algo semejante a un arma, de la que dispone y que produce el enfermo en su lucha contra la enfermedad. Para el médico que trata a sus pacientes aplicando principios biológicos, este concepto es obvio y en los últimos tiempos ha sido totalmente confirmado por la Medicina Académica. El profesor O. Westphal de Friburgo, quien ha vuelto a investigar los procesos febriles, dice al respecto: "La fiebre es sólo uno de los síntomas de una enfermedad. Hoy sabemos con toda certeza que la fiebre en sí es todo lo contrario de una enfermedad, es decir, que la fiebre es parte de los mecanismos de defensa del organismo contra las enfermedades infecciosas."
Ya hemos destacado que se pueden presentar complicaciones y recaídas y, ante todo, una convalescencia prolongada, a raíz de hacer desaparecer la fiebre prematuramente, sin combatir la enfermedad en sí en forma curativa. Además, extinguiendo la fiebre antes de tiempo, el organismo, con frecuencia, no genera inmunidad alguna contra esa determinada afección, de modo que, por ejemplo, una escarlatina cortada con antibióticos puede reincidir varias veces. Y es que el cometido real del médico no debe consistir en mitigar la fiebre, sino que sus esfuerzos deben dirigirse a la vigilancia de su evolución biológica, permitiéndole ejercer su función de factor beneficioso. Se sobrentiende que toda enfermedad puede presentar una evolución grave. En esos casos la naturaleza del tipo de fiebre pone en manos del médico importantes indicios para diagnosticar precozmente tales situaciones. Por lo tanto, es necesario consultar al médico cuando se presenten temperaturas altas, con el fin de que vigile el curso de la fiebre.
Sin embargo, es imprescindible que la persona que está al cuidado del enfermo esté persuadida de la acción benéfica de la fiebre y sepa que una potente reacción febril ayuda al paciente a restablecer la armonía perdida entre los procesos que tienen lugar en su organismo.
La inquietud interior inherente al temor a la fiebre y sus complicaciones, de las que quizás se haya oído hablar en alguna oportunidad, se transmite lamentablemente con demasiada rapidez al paciente, dificultando con ello los procesos de curación.
Estas consideraciones son aplicables muy en especial a los estados febriles de los niños. Hay niños vigorosos que presentan temperaturas hasta de 41 grados y a los dos o tres días están completamente sanos. Los padres que tienen experiencia ya han aprendido a recibir con agrado los estados de alta fiebre que acompañan a las afecciones agudas, como la gripe, anginas, o las enfermedades infecciosas infantiles ?principalmente el sarampión y la escarlatina. Reconocen en ellos el gran vigor con el que sus hijos se defienden de la enfermedad.
Igual que todas las crisis por las que se atraviesa en la vida, también la fiebre viene frecuentemente acompañada de manifestaciones desagradables. Puede causar una considerable afluencia sanguínea al cerebro con dolores de cabeza bastante fuertes. Se sobrentiende que, o bien el médico o bien la madre, intentarán detraer la sangre de la cabeza, ya sea con compresas frías en las pantorrillas, o poniéndole al niño medias mojadas, o haciéndole lavados de agua tibia con vinagre.
También hay que tener en cuenta el hecho de que algunas enfermedades se tornan sólo peligrosas cuando presentan alguna inflamación sin la alta fiebre correspondiente. La fiebre es, por consiguiente, una exteriorización plena de sentido de la vitalidad del enfermo.
El sarampión
Los padres que observan con atención el desarrollo de sus hijos tienen experiencia de que toda enfermedad infantil, siempre que se sobrelleve de modo adecuado, redunda en beneficio del niño. En el sarampión es donde se observa con mayor claridad. Un sarampión fuerte se presenta con una especie de esponjamiento de la piel y las mucosas, lo que produce constipado o catarro, conjuntivitis, tos con secreción de flemas y, sobre todo, un ablandamiento de las facciones. Los rasgos se tornan borrosos, de modo que a menudo se observa una transformación hacia una fisonomía casi grotesca. Pero, una vez transcurridos dos o tres días, la hinchazón desaparece y, tanto la fiebre como las manifestaciones catarrales de ojos, nariz y bronquios, disminuyen. Paulatinamente, pero siempre con mayor claridad, aparece una expresión hasta entonces desconocida en el rostro del niño y, transcurrido un tiempo, a los padres alertas les llama la atención que hasta el parecido al padre o a la madre, que había tenido hasta entonces el niño, ha disminuido también y que ha surgido un rostro nuevo de expresión más individual. Se observan también otros cambios en el niño y desaparecen particularidades y dificultades que se habían observado hasta entonces en su carácter. Evidentemente el niño ha entrado en una nueva fase de su desarrollo. Para expresarse con toda exactitud podría decirse: ?El niño ahora está mejor encarnado: su cuerpo y su alma han llegado a una mejor compenetración?. Sólo es posible hallar una explicación más precisa para estos sucesos si se profundiza en el estudio de la más íntima relación entre los procesos que ocurren en el ser humano. Con ayuda del proceso febril, el niño ha conseguido vencer ciertas características adoptadas por transmisión hereditaria, logrando así encontrarse a sí mismo. Su propio ser, aquello que representa su propia personalidad, se ha impuesto. -con la ayuda del sarampión y la cooperación de la fiebre-.
Con esto nos hemos acercado a la comprensión del verdadero sentido de este tipo de enfermedades: el Yo del niño, es decir, su propio ser, que actúa dentro de él mismo, hace uso del aumento de temperatura al que nosotros llamamos fiebre para lograr su realización. Es a través de esa experiencia como consigue hacerse dueño y señor dentro de su propio reino.
La fiebre escarlatina
Todavía no se reconoce suficientemente que en el organismo humano toda manifestación fisiológica no es tan solo un fenómeno químico, sino que simultáneamente, es también un instrumento de los procesos anímico ? espirituales. Esto queda demostrado brevemente en el ejemplo de la fiebre escarlatina.
Cuando en su senda hacia una alta meta, que considera digna de esfuerzo, al hombre se le presentan obstáculos difíciles de superar, a veces exclama montando en cólera: "Estoy que exploto!" Es decir, está que "se sale de sus casillas", de su envoltura, en la que se siente aprisionado. Su rostro enrojecido, la vena frontal hinchada, demuestran que su conmoción se extiende también a todo su cuerpo físico. Su energía volitiva acumulada quizás se descargue dando un puñetazo en la mesa, y así como en una exteriorización volitiva de esta especie los músculos del brazo son los instrumentos de un alma con voluntad propia que se levanta en cólera, así reside también, por ejemplo en la cavidad muscular del corazón, o sea, en cada uno de sus latidos, la voluntad espontánea de vivir que se genera en nuestra alma. Sí, efectivamente todo proceso térmico fisiológico generado en nuestro cuerpo es un transmitir de las fuerzas ocultas espontáneas de nuestro ser espiritual y anímico, siempre y cuando disponga de carácter volitivo. El calor es el portal a través del cual nuestra voluntad de vivir, que tiene su origen en el núcleo de nuestro ser, invade nuestro cuerpo, anidando en nuestro mundo emocional.
Por eso no establecemos simplemente una comparación al darle a la fiebre la denominación de cólera o ira orgánica, instintiva o espontánea. En realidad, cada uno de los procesos febriles es motivado por un incremento de nuestra voluntad de vivir. El enfermo de escarlatina se libera literalmente de su "envoltura", de su piel enrojecida que frecuentemente cae a jirones en un justificado ataque de ira y toma posesión de su cuerpo, de esa corporeidad que puede oponerle más de un obstáculo y más de una traba oculta a la ocupación del alma y del espíritu. Ese enfermo está tratando con vehemencia de poner en consonancia con sus necesidades el "modelo" que le ha impuesto su corriente hereditaria, ya que no siempre le viene bien. Precisamente una enfermedad dramática como ésta nos ilustra sobre el motivo oculto anímico-espiritual de la fiebre. Por lo tanto, toda ingerencia violenta en los procesos febriles representa al mismo tiempo un choque para el ser espiritual del hombre, significa debilitar su voluntad de vivir.
La reincidencia de los perjuicios provocados al eliminar la fiebre de manera inadecuada, en lugar de guiarla con inteligencia, ejerce, especialmente en los organismos en desarrollo, una acción perniciosa sobre la evolución de la personalidad, creando disposiciones a la abulia, o sea, a debilitar la voluntad y a cohibir la iniciativa vital, pudiendo llegar incluso a conducir a estados de melancolía y depresiones en la edad madura. Ocurre exactamente lo contrario con aquellos seres humanos que, en su infancia, han logrado poner en consonancia su individualidad con el "instrumento cuerpo" en formación, valiéndose de los procesos patológicos que haya exigido el giro de su destino. Estos seres seguirán siendo más sanos físicamente y más elásticos anímicamente.
Con respecto al problema de las vacunaciones
Partiendo de lo expuesto, nos encontramos ante un nuevo aspecto de la gran responsabilidad que debemos asumir al vacunar, sin reflexionar, a nuestros niños contra todas clase de enfermedades infantiles. Nuestro concepto de que cada una de las enfermedades infantiles desempeña una profunda misión en el destino evolutivo de la personalidad, demuestra que el eliminar artificialmente las posibles enfermedades no es tan beneficioso, y de ningún modo tiene aspectos tan positivos, como se desea ver hoy en día. Sin embargo, si con continuas vacunaciones evitamos al organismo del niño la típica controversia con las enfermedades infantiles, tan beneficiosa en la mayoría de los casos, asumimos en pago -según Rudolf Steiner-, en nuestra función de médicos y de educadores, la obligación de activar y armonizar las fuerzas anímicas de nuestros niños con medidas pedagógicas adicionales, tal como se hace por ejemplo en la pedagogía de las Escuelas Waldorf.
Por otra parte, el educador deberá tener conciencia de que toda medida pedagógica provoca reacciones. Así como, por ejemplo, los accesos de cólera de un padre, o la educación exclusivamente intelectual del colegio, debilitan y perjudican el organismo infantil, la formación del individuo dirigida a cultivar y desarrollar su intelecto en equilibrio armonioso con su centro emocional y su voluntad, actúa fortaleciendo la relación entre el cuerpo y el alma y acrecienta con ello la resistencia del organismo contra las tendencias patológicas. No se ha reconocido aún lo suficiente la benéfica influencia que desempeña a este respecto, por ejemplo, la euritmia, adaptada al organismo en desarrollo y cuya aplicación es ya posible en la edad preescolar.
Nos limitamos aquí al ejemplo del sarampión y la escarlatina para exponer el sentido oculto de las enfermedades infantiles. Aquél que comprenda el encadenamiento fundamental aprenderá a ver los maravillosos procesos de la fiebre con otros ojos. Los observará con esmero y atención, pero ya no tratará de intervenir prematuramente y de manera abrupta en el curso de la curación partiendo de estrechos temores. El lugar del temor lo ocupará la admiración hacia estos sabios procesos de la naturaleza, así como la confianza en las fuerzas vivas de cada ser humano en desarrollo, que está tratando de abrirse paso hacia su corporeidad de las más variadas e individuales maneras.
Artículo publicado en Perceval - Revista Espiritual de Occidente Nº 4 - Abril 1998 - Editorial Antroposófica
Uno de los síntomas más alarmantes, que delatan el distanciamiento de la naturaleza por el que atraviesa el hombre de nuestra época es el que, de día en día, va perdiendo más el sentido necesario para interpretar los hechos fundamentales de la vida, o sea, para comprender la relación que existe entre la salud y la enfermedad. Se encuentra desamparado ante los procesos de su propio organismo, al haber disminuido su instinto de discriminación entre lo saludable y lo nocivo. Tanto es así que, hoy en día la mayoría de la gente sólo ve en la enfermedad un suceso molesto, y con frecuencia hasta peligroso, que debe eliminarse cuanto antes, preferentemente empleando vacunas preventivas, o bien con medicamentos de efectos radicales, aún cuando sólo se trate de una inofensiva fiebre catarral. Aquello que durante generaciones ha sido evidente y natural para toda madre, al hombre de nuestro tiempo le parece un concepto totalmente nuevo e inaudito. Nos referimos al hecho de que toda enfermedad propiamente dicha, o bien sus síntomas de carácter secundario, como la fiebre, puede tener como motivo un fin oculto de vital trascendencia para el desarrollo físico y anímico del individuo.
El miedo a la fiebre
Especialmente en el caso de las enfermedades infantiles los padres, conscientes de su responsabilidad y en su afán de velar por un ser indefenso y dependiente de la ayuda de sus semejantes, ven con angustia y espanto los aspectos, al parecer sólo negativos y peligrosos, de las enfermedades. Muchos padres, ignorando la relación de los hechos fundamentales entre sí, exigen del médico que elimine la fiebre con la mayor rapidez posible y algunos, neciamente, incluso juzgan la aptitud de aquel en función de la velocidad con que logre reducirla o extinguirla. Esta actitud tiene su origen en la falsa suposición de que la fiebre es una enfermedad en sí misma.
En efecto, hoy en día el mercado ofrece numerosos medicamentos por medio de los cuales el médico está en condiciones de disminuir, e incluso eliminar la fiebre en el término de pocas horas. Pero, lamentablemente, se le presta muy poca atención al hecho de que se hace cada día más necesario poner en el mercado nuevas "drogas prodigiosas" más potentes, debido a que las anteriores dejan de surtir efecto. Sin embargo parece ser que la relación "drogas peligrosas-eliminación de la fiebre-curación" carece de fundamento. A qué se debe, si no, el que a pesar de todo los médicos cada día tengan más trabajo y los hospitales no den abasto? Sin duda alguna, gran número de enfermedades en estado agudo pierden rápidamente su carácter violento gracias a esa clase de medicamentos, pero después de estos tratamientos se ve con frecuencia que el paciente no ha sanado en la verdadera acepción de la palabra -no se restablece del todo- aquejándole, a veces muy pronto, otro tipo de trastornos, pues los anteriores no han sido curados realmente, sino sólo tratados sintomáticamente, es decir, reprimidos.
El motivo de que se presenten más y más enfermedades sin estados febriles, tal como se observa hoy en día, no residirá quizás en que el hombre ha perdido el hábito de generar la "fiebre curativa" a raíz del empleo de medicamentos violentos? Sea como fuere, es un hecho indiscutible que el hombre civilizado apenas conoce en la actualidad la sensación de disfrutar de plena salud, se encuentra en un continuo estado de "suspenso" entre una especie de "semienfermedad" y "semisalud".
Hasta hace poco esta evolución se había limitado a los adultos. Sin embargo, es de lamentar que los "éxitos" médicos descritos se vayan extendiendo paulatinamente a grupos de individuos de edades cada vez menores, es decir, a escolares e incluso a párvulos y lactantes. Hay actualmente niños de dos o tres años que no responden a estos tratamientos, debido a que han tenido ya amplio contacto con los antibióticos existentes, y como los diversos gérmenes se han ido haciendo resistentes a tales medicamentos, la fiebre no se deja reprimir. Cada dos o tres semanas vuelven a presentar alguna enfermedad febril aguda. En ese momento se puede percibir la desesperada vehemencia con la que el niño que ha nacido sano desea experimentar y hacerle frente a una enfermedad, aunque sólo sea por una vez. Ese niño está vacunado contra todo, pero a pesar de ello, quiere ponerse a prueba a sí mismo en una enfermedad, quiere que le dejen hacer uso de sus propias capacidades curativas para fortalecer con ello su constitución.
Es obvio que en los casos de abuso de medicamentos nos encontramos ante manifestaciones degenerativas de nuestra civilización, degeneraciones que, por el momento, aún no constituyen normas. Pero tampoco cabe duda de que estas tendencias van en ascenso, de que el número de esos desdichados niños es ya enorme y de que seguirá en aumento.
Del sentido de la fiebre
En la historia de la Medicina probablemente no haya habido ningún gran médico que no haya instruido a sus discípulos con gran énfasis en el hecho de que la fiebre no es una enfermedad sino algo semejante a un arma, de la que dispone y que produce el enfermo en su lucha contra la enfermedad. Para el médico que trata a sus pacientes aplicando principios biológicos, este concepto es obvio y en los últimos tiempos ha sido totalmente confirmado por la Medicina Académica. El profesor O. Westphal de Friburgo, quien ha vuelto a investigar los procesos febriles, dice al respecto: "La fiebre es sólo uno de los síntomas de una enfermedad. Hoy sabemos con toda certeza que la fiebre en sí es todo lo contrario de una enfermedad, es decir, que la fiebre es parte de los mecanismos de defensa del organismo contra las enfermedades infecciosas."
Ya hemos destacado que se pueden presentar complicaciones y recaídas y, ante todo, una convalescencia prolongada, a raíz de hacer desaparecer la fiebre prematuramente, sin combatir la enfermedad en sí en forma curativa. Además, extinguiendo la fiebre antes de tiempo, el organismo, con frecuencia, no genera inmunidad alguna contra esa determinada afección, de modo que, por ejemplo, una escarlatina cortada con antibióticos puede reincidir varias veces. Y es que el cometido real del médico no debe consistir en mitigar la fiebre, sino que sus esfuerzos deben dirigirse a la vigilancia de su evolución biológica, permitiéndole ejercer su función de factor beneficioso. Se sobrentiende que toda enfermedad puede presentar una evolución grave. En esos casos la naturaleza del tipo de fiebre pone en manos del médico importantes indicios para diagnosticar precozmente tales situaciones. Por lo tanto, es necesario consultar al médico cuando se presenten temperaturas altas, con el fin de que vigile el curso de la fiebre.
Sin embargo, es imprescindible que la persona que está al cuidado del enfermo esté persuadida de la acción benéfica de la fiebre y sepa que una potente reacción febril ayuda al paciente a restablecer la armonía perdida entre los procesos que tienen lugar en su organismo.
La inquietud interior inherente al temor a la fiebre y sus complicaciones, de las que quizás se haya oído hablar en alguna oportunidad, se transmite lamentablemente con demasiada rapidez al paciente, dificultando con ello los procesos de curación.
Estas consideraciones son aplicables muy en especial a los estados febriles de los niños. Hay niños vigorosos que presentan temperaturas hasta de 41 grados y a los dos o tres días están completamente sanos. Los padres que tienen experiencia ya han aprendido a recibir con agrado los estados de alta fiebre que acompañan a las afecciones agudas, como la gripe, anginas, o las enfermedades infecciosas infantiles ?principalmente el sarampión y la escarlatina. Reconocen en ellos el gran vigor con el que sus hijos se defienden de la enfermedad.
Igual que todas las crisis por las que se atraviesa en la vida, también la fiebre viene frecuentemente acompañada de manifestaciones desagradables. Puede causar una considerable afluencia sanguínea al cerebro con dolores de cabeza bastante fuertes. Se sobrentiende que, o bien el médico o bien la madre, intentarán detraer la sangre de la cabeza, ya sea con compresas frías en las pantorrillas, o poniéndole al niño medias mojadas, o haciéndole lavados de agua tibia con vinagre.
También hay que tener en cuenta el hecho de que algunas enfermedades se tornan sólo peligrosas cuando presentan alguna inflamación sin la alta fiebre correspondiente. La fiebre es, por consiguiente, una exteriorización plena de sentido de la vitalidad del enfermo.
El sarampión
Los padres que observan con atención el desarrollo de sus hijos tienen experiencia de que toda enfermedad infantil, siempre que se sobrelleve de modo adecuado, redunda en beneficio del niño. En el sarampión es donde se observa con mayor claridad. Un sarampión fuerte se presenta con una especie de esponjamiento de la piel y las mucosas, lo que produce constipado o catarro, conjuntivitis, tos con secreción de flemas y, sobre todo, un ablandamiento de las facciones. Los rasgos se tornan borrosos, de modo que a menudo se observa una transformación hacia una fisonomía casi grotesca. Pero, una vez transcurridos dos o tres días, la hinchazón desaparece y, tanto la fiebre como las manifestaciones catarrales de ojos, nariz y bronquios, disminuyen. Paulatinamente, pero siempre con mayor claridad, aparece una expresión hasta entonces desconocida en el rostro del niño y, transcurrido un tiempo, a los padres alertas les llama la atención que hasta el parecido al padre o a la madre, que había tenido hasta entonces el niño, ha disminuido también y que ha surgido un rostro nuevo de expresión más individual. Se observan también otros cambios en el niño y desaparecen particularidades y dificultades que se habían observado hasta entonces en su carácter. Evidentemente el niño ha entrado en una nueva fase de su desarrollo. Para expresarse con toda exactitud podría decirse: ?El niño ahora está mejor encarnado: su cuerpo y su alma han llegado a una mejor compenetración?. Sólo es posible hallar una explicación más precisa para estos sucesos si se profundiza en el estudio de la más íntima relación entre los procesos que ocurren en el ser humano. Con ayuda del proceso febril, el niño ha conseguido vencer ciertas características adoptadas por transmisión hereditaria, logrando así encontrarse a sí mismo. Su propio ser, aquello que representa su propia personalidad, se ha impuesto. -con la ayuda del sarampión y la cooperación de la fiebre-.
Con esto nos hemos acercado a la comprensión del verdadero sentido de este tipo de enfermedades: el Yo del niño, es decir, su propio ser, que actúa dentro de él mismo, hace uso del aumento de temperatura al que nosotros llamamos fiebre para lograr su realización. Es a través de esa experiencia como consigue hacerse dueño y señor dentro de su propio reino.
La fiebre escarlatina
Todavía no se reconoce suficientemente que en el organismo humano toda manifestación fisiológica no es tan solo un fenómeno químico, sino que simultáneamente, es también un instrumento de los procesos anímico ? espirituales. Esto queda demostrado brevemente en el ejemplo de la fiebre escarlatina.
Cuando en su senda hacia una alta meta, que considera digna de esfuerzo, al hombre se le presentan obstáculos difíciles de superar, a veces exclama montando en cólera: "Estoy que exploto!" Es decir, está que "se sale de sus casillas", de su envoltura, en la que se siente aprisionado. Su rostro enrojecido, la vena frontal hinchada, demuestran que su conmoción se extiende también a todo su cuerpo físico. Su energía volitiva acumulada quizás se descargue dando un puñetazo en la mesa, y así como en una exteriorización volitiva de esta especie los músculos del brazo son los instrumentos de un alma con voluntad propia que se levanta en cólera, así reside también, por ejemplo en la cavidad muscular del corazón, o sea, en cada uno de sus latidos, la voluntad espontánea de vivir que se genera en nuestra alma. Sí, efectivamente todo proceso térmico fisiológico generado en nuestro cuerpo es un transmitir de las fuerzas ocultas espontáneas de nuestro ser espiritual y anímico, siempre y cuando disponga de carácter volitivo. El calor es el portal a través del cual nuestra voluntad de vivir, que tiene su origen en el núcleo de nuestro ser, invade nuestro cuerpo, anidando en nuestro mundo emocional.
Por eso no establecemos simplemente una comparación al darle a la fiebre la denominación de cólera o ira orgánica, instintiva o espontánea. En realidad, cada uno de los procesos febriles es motivado por un incremento de nuestra voluntad de vivir. El enfermo de escarlatina se libera literalmente de su "envoltura", de su piel enrojecida que frecuentemente cae a jirones en un justificado ataque de ira y toma posesión de su cuerpo, de esa corporeidad que puede oponerle más de un obstáculo y más de una traba oculta a la ocupación del alma y del espíritu. Ese enfermo está tratando con vehemencia de poner en consonancia con sus necesidades el "modelo" que le ha impuesto su corriente hereditaria, ya que no siempre le viene bien. Precisamente una enfermedad dramática como ésta nos ilustra sobre el motivo oculto anímico-espiritual de la fiebre. Por lo tanto, toda ingerencia violenta en los procesos febriles representa al mismo tiempo un choque para el ser espiritual del hombre, significa debilitar su voluntad de vivir.
La reincidencia de los perjuicios provocados al eliminar la fiebre de manera inadecuada, en lugar de guiarla con inteligencia, ejerce, especialmente en los organismos en desarrollo, una acción perniciosa sobre la evolución de la personalidad, creando disposiciones a la abulia, o sea, a debilitar la voluntad y a cohibir la iniciativa vital, pudiendo llegar incluso a conducir a estados de melancolía y depresiones en la edad madura. Ocurre exactamente lo contrario con aquellos seres humanos que, en su infancia, han logrado poner en consonancia su individualidad con el "instrumento cuerpo" en formación, valiéndose de los procesos patológicos que haya exigido el giro de su destino. Estos seres seguirán siendo más sanos físicamente y más elásticos anímicamente.
Con respecto al problema de las vacunaciones
Partiendo de lo expuesto, nos encontramos ante un nuevo aspecto de la gran responsabilidad que debemos asumir al vacunar, sin reflexionar, a nuestros niños contra todas clase de enfermedades infantiles. Nuestro concepto de que cada una de las enfermedades infantiles desempeña una profunda misión en el destino evolutivo de la personalidad, demuestra que el eliminar artificialmente las posibles enfermedades no es tan beneficioso, y de ningún modo tiene aspectos tan positivos, como se desea ver hoy en día. Sin embargo, si con continuas vacunaciones evitamos al organismo del niño la típica controversia con las enfermedades infantiles, tan beneficiosa en la mayoría de los casos, asumimos en pago -según Rudolf Steiner-, en nuestra función de médicos y de educadores, la obligación de activar y armonizar las fuerzas anímicas de nuestros niños con medidas pedagógicas adicionales, tal como se hace por ejemplo en la pedagogía de las Escuelas Waldorf.
Por otra parte, el educador deberá tener conciencia de que toda medida pedagógica provoca reacciones. Así como, por ejemplo, los accesos de cólera de un padre, o la educación exclusivamente intelectual del colegio, debilitan y perjudican el organismo infantil, la formación del individuo dirigida a cultivar y desarrollar su intelecto en equilibrio armonioso con su centro emocional y su voluntad, actúa fortaleciendo la relación entre el cuerpo y el alma y acrecienta con ello la resistencia del organismo contra las tendencias patológicas. No se ha reconocido aún lo suficiente la benéfica influencia que desempeña a este respecto, por ejemplo, la euritmia, adaptada al organismo en desarrollo y cuya aplicación es ya posible en la edad preescolar.
Nos limitamos aquí al ejemplo del sarampión y la escarlatina para exponer el sentido oculto de las enfermedades infantiles. Aquél que comprenda el encadenamiento fundamental aprenderá a ver los maravillosos procesos de la fiebre con otros ojos. Los observará con esmero y atención, pero ya no tratará de intervenir prematuramente y de manera abrupta en el curso de la curación partiendo de estrechos temores. El lugar del temor lo ocupará la admiración hacia estos sabios procesos de la naturaleza, así como la confianza en las fuerzas vivas de cada ser humano en desarrollo, que está tratando de abrirse paso hacia su corporeidad de las más variadas e individuales maneras.
Artículo publicado en Perceval - Revista Espiritual de Occidente Nº 4 - Abril 1998 - Editorial Antroposófica
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