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Crisis de pareja tras el nacimiento de un hijo.

Nos enamoramos y sentimos que, por primera vez, la vida nos sonríe. Podemos encontrar, al fin, el amor. Lo que la vida nos ha negado durante nuestros años de infancia y parte de la juventud. Sentimos que es posible ser aceptado por otro ser humano y nos derretimos ante la promesa de que este amor, que tantas carencias viene a cubrir, nos durara eternamente. ¿Por qué nos enamoramos de una persona y no de otra? ¿Qué tiene de especial él o ella? ¿Por qué nos sentimos tan llenos, tan vivos, cuando estamos ante su presencia?

            La mayoría de las relaciones se establecen desde una cierta fascinación por los aspectos de la otra persona que menos desarrollados teníamos nosotros mismos. Nos fascina su seguridad o la espontaneidad o su forma de comprender la vida o su independencia o la bondad o su claridad de ideas o… cualquier aspecto de nuestra personalidad por evolucionar, puede servir como escusa suficiente para comenzar una relación de pareja. Con el tiempo, estas características que nos tenían encandilados, van dejando paso a una cierta sensación de incomodidad, de hartazgo. La seguridad puede convertirse en soberbia, la espontaneidad en impulsividad, la independencia en egoísmo, la bondad en perfeccionismo o su claridad de ideas en una mente excesivamente cerrada… En medio de esta deriva, en la pareja suelen surgir las primeras crisis. Pero ya, la pareja ha tejido la maraña de contradicciones, dependencias y ataduras emocionales que, con el tiempo, los aprisionaran.  Sin embargo, la pareja se sostiene porque, de una manera u otra, los dos miembros obtienen algo que necesitan. Uno puede necesitar seguridad y aferrarse a su pareja estable; mientras otros, pueden obtener la espontaneidad y dinamismo que  necesitan para sentirse vivos. Uno puede necesitar sentirse amado y el otro puede obtener sexo satisfactorio. Uno puede tener una mente pesimista y estar con una pareja que se ocupe de que todo vaya bien... Así que, por fin, hemos experimentado la sensación de ser completo, de ser un ser humano íntegro: al fin, podemos obtener lo que nos hace falta; aunque sea de otro y no nuestro, nos compensa suficiente la ilusión de estar completos. En estas relaciones los dos miembros dan y reciben, se alimentan mutuamente. Ya son una naranja.

            Entonces, en algún momento, dejamos de ser dos y nos convertimos en tres. Ya sea por voluntad propia o porque la situación viene dada, el embarazo en la pareja suele representar una crisis, que permite que la pareja se convierta en trío. Pero este cambio, de dos a tres, implica un desandar lo transitado y reelaborar la relación de forma que tenga cabida un nuevo sistema de intercambio.  Durante los primeros años después del nacimiento del bebé, la madre en su totalidad se dedica a la cría. Es decir, que el bebé ocupa prácticamente todo el espacio emocional, fisiológico, sexual y mental de la madre. Las mamíferas parimos relativamente pocas crías, si las comparamos con otros animales.

Las tortugas, por ejemplo, dejan miles de huevos en las playa y, cuando llega el momento adecuado, los huevos eclosionan y las tortugas comienzan así su vida, enfrentándose a todos los peligros de su medio de forma autónoma. Otros animales, como la generalidad de las aves,  pueden criar tres o más pollos durante el tiempo imprescindible antes de que estos puedan echar a volar por si mismos. Las osas suelen parir dos oseznos cada dos años y, en este tiempo entre parto y parto, guían a sus crías para que puedan, a los dos años, sobrevivir en su medio. Los orangutanes, tienen una sola cría cada vez y cuidan de ella intensamente durante un periodo de seis años durante el cual se prolonga la lactancia. A los seis años, destetan a su cría y vuelven a gestar. La cría destetada sigue compartiendo cuidados de su madre algunos años más. Como vemos, la naturaleza ha organizado la crianza de la especie en función de su eficacia (un pez puede poner millones de huevos y no es imprescindible que todos sobrevivan); pero un ser humano va a tener pocas crías en toda su existencia (en la actualidad una o dos como mucho) por lo que los cuidados maternales han de asegurarse la supervivencia de este ser tan importante en la transmisión de los genes que, además, nace inmaduro.

Así que la madre humana, que engendra tan pocas crías, ha de volcarse  especialmente durante los dos o tres primeros años de vida del niño de una forma muy intensa. Esto significa que el equilibrio de pareja queda descompensado, roto. El circuito cerrado de los padres en el que dos adultos se dan y reciben mutuamente se quiebra. Ahora hay un circuito en el que los adultos dan, pero no reciben y el niño recibe, pero no da. Es decir, el padre apoya a la madre para que la madre pueda criar al bebé; la madre apoya el crecimiento y proceso vital del hijo; y el hijo recibe todo el amor que necesita para crecer con armonía. Y ¿ya está?  No, no es tan fácil. Porque no basta con saber esto. Hay que comprenderlo profundamente, integrarlo, armonizar nuestras necesidades con esta información, hacernos conscientes de nuestras carencias, experimentar nuestros límites, enfrentarnos a nuestros temores. Ser madre o padre implica una revolución interior de la que salir fortalecido o lleno de rencor y agotamiento.

El padre ha de hacer frente, quizá por primera vez en su vida, a la misión de dar sin esperar recibir nada a cambio. Es un dar generoso y altruista que permite a la madre que pueda entregarse de forma completa a la experiencia de la crianza del bebé. Ahora la madre ofrece todo su ser al hijo y el padre ha de contemplar como aquella persona que le satisfacía, si no todas, si gran parte de sus carencias, está completamente volcada en otro ser. La madre se entrega a su cría física (a través de la lactancia, los brazos…), emocional (el niño necesita un agente exterior que equilibre su incipiente emocionalidad), mental (el niño está fusionada con ella y la necesita para construir su propia identidad independiente) y sexualmente (la lactancia disminuye el deseo sexual de la madre y reduce la lubricación vaginal por lo que es menos apetecible en este momento el sexo).

Entonces el padre puede comprender la situación o no. Si vive esto como un rechazo de la madre hacia él, huirá en cuanto pueda de la situación. Si comprende que es una fase que ha de vivir dándose en vez de pidiendo, podrá apoyar a la madre en su tarea durante los primeros tiempos. A su vez la mujer puede vivir el puerperio como una especie de condena en la que sienta que sus libertades, intereses y necesidades se desvanecen ante la presencia del bebé. La mamá puede sentir que es ella la que desaparece si prioriza al bebé por encima de sus necesidades. Se acabó su tiempo libre, salir y entrar, leer tranquilamente, decidir qué hacer durante las próximas horas…

En ambos casos, los adultos han de reducir su ego para que la crianza pueda darse. En ambos casos, los adultos han de dar en vez de recibir y han de tener la flexibilidad suficiente para comprender que en ese momento de sus vidas, les toca ofrecerse en su totalidad. Es decir, les toca amar incondicionalmente.

Con la llegada de un hijo, las parejas se desestabilizan, pero, a la vez, es posible que entren en un espacio en el cual evolucionar como seres humanos. Ser madre o padre es un camino de crecimiento interior. Cuando transitamos por él, podemos encontrarnos con los aspectos menos deseados de nuestra psique y, a través de ellos, iluminar nuestra experiencia vital. Llevar conciencia a la tarea de ser padres o madres implica encontrar nuestras carencias infantiles, nuestros miedos y limitaciones, implica iluminar el material del cual estaba hecha nuestra relación. Modificar, crecer, cambiar, asumir, integrar son aspectos básicos de nuestra existencia que merece la pena activar en los momentos de crisis. Traer luz a las dependencias y necesidades que existen en la pareja y romperlas con el nacimiento del niño es una oportunidad única para que la pareja crezca de forma que, en vez de dos mitades, podemos sentirnos, quizá por primera vez, dos seres humanos completos, íntegros y libres.

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